Ver una ópera en directo en Peralada brinda oportunidades únicas como, por ejemplo, alzar la vista al firmamento mientras Sarastro nos habla de los misterios del universo, y observar la magnificencia de los tres planetas que en ese momento se dejan ver en el cielo. Sin embargo, al volver la vista al escenario el asunto pierde interés. Y es que la anunciada incursión del realizador de teatro Oriol Broggi en el mundo de la ópera no acabó de funcionar como se esperaba.

La producción de esta Zauberflöte lleva la historia a lo absolutamente terrenal sin dejar apenas rastro de esa magia que, dando nombre a la obra, cierta importancia debiera tener. Pero el verdadero problema es que la trama humana con apuntes filosóficos carece de fuerza escénica y dramática. Los decorados, con aspiraciones atávicas y telúricas, dibujan un espacio desangelado en el que los escasos elementos de attrezzo aparecen perdidos. Las proyecciones de los grabados de Doré para la Divina comedia resultan prometedoras en el inicio de la obra, pero la repetición y el obsesivo efecto Ken Burns pronto revoca su interés.

No ayuda tampoco la presencia de un narrador que en catalán nos va explicando lo obvio, por si a alguien no le hubiera dado tiempo a digerir los sobretítulos. Si la intención era traer algo de teatro a esta ópera, mejor hubiera sido evitar este elemento innecesario, y apostar por una dirección de actores más cuidada. Hasta los días anteriores se anunciaba que la orquesta estaría sobre el escenario y finalmente no fue así. Esta improvisación final bien pudiera dar cuenta en parte del resultado escénico.

En el apartado de las voces tuvimos sin embargo algunas buenas experiencias. Kathryn Lewek interpretó una Reina de la Noche excelente, no en vano viene avalada por sus actuaciones en el MET y sus futuros compromisos en Berlín. Su avanzado estado de gestación no pareció influir en el fiato y la emisión. El papel tiene un componente dramático que resolvió a través de caudal, un centro sólido y algunas tensas dinámicas no escritas. Pero también bordó la parte ligera en las icónicas agilidades y los estacatos del segundo acto, ejecutados con limpieza y comodidad.

Liparit Avetisyan también convenció con su Tamino, voz bien proyectada y un bello timbre, con un enfoque lírico y algunos toques heroicos en algunos momentos clave. Olga Kulchynska como Pamina tuvo un notable primer acto pero pinchó en el tercio agudo de su aria emblemática “Ach, ich fühl's”. Adrian Eröd construyó un muy empático Papageno, más por los recitavos que por unas arias en las que cuidó la dicción sobre la línea de canto. Andreas Bauer hizo un Sarastro convicente, ilustre y sabio, aunque el color, no demasiado oscuro, le impidió alcanzar las profundidades que el papel brinda. Del resto del reparto destacan las tres damas, que subieron el nivel de la obra en sus apariciones por coordinación y por un canto que combinó lo delicado con lo sugestivo.

Los tres muchachos se convirtieron en seis chiquillas y formaron así una entrañable coral, a la que se le puede perdonar algunas disonancias en la zona alta. El Coro del Liceo, energético y rotundo, aunque no totalmente cohesionado, levantó la tensión y la atención en sus apariciones de segundo acto. Y en el foso, Pons hizo una dirección energética y voluminosa, apropiada para el espacio abierto del festival, en la que hubo numerosos tiempos lentos destinados al lucimiento de los cantantes. El buen sonido de la Orquesta del Liceu llenó la noche, irreprochable salvo por algún fallo a modo de pifia precisamente en… la flauta. Ironías de la lírica.

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