Primero fue una colección de canciones. Una “obra cantada” (songspiel) compuesta por Kurt Weill a partir de una serie de poemas de Bertolt Brecht sobre una ciudad imaginaria: Mahagonny. Se estrenó en 1927 en Baden Baden y los “camisas pardas” de las florecientes SA de Adolf Hitler se entretenían interrumpiendo las funciones para cantar “Bandera en alto”, el himno compuesto por Horst Wessel. Un éxito, podría decirse, que no pasó desapercibido a sus autores. Tres años después, y más allá de sus profundas diferencias acerca de lo que debía ser una ópera –o si algo debía ser una ópera, en todo caso– Weill y Brecht presentaron su Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny.

Se trataba de una ópera incómoda tanto para cantantes del género como para quienes no lo eran, imposible para actores que no supieran cantar e irrealizable para cantantes que no supieran actuar. Una ópera que, por otra parte, y tal como lo volvieron a dejar en claro los numerosos vacíos dejados en la platea por los abonados a Función de Gala en el Colón, nunca fue totalmente aceptada como tal. Parábola bíblica, fábula política o sermón didáctico acerca de los pecados del capitalismo, la fundación, florecimiento y posterior decadencia de esta “ciudad de las redes” surgida en el desierto se funda, musicalmente, en una fórmula muy alemana: lo popular y accesible pero firmemente imbricado con las raíces del Gran Arte germánico, en particular el contrapunto à la Bach. Y en ese sentido, la excelente puesta que el Colón estrenó este martes tiene como uno de sus pilares la claridad musical. La Orquesta Estable, ágil y hasta “jazzy” cuando tuvo que serlo, siempre precisa en el conjunto y fantástica en los momentos camarísticos con el saxofón, fue la cómplice ideal de David Syrus, un director que nunca perdió de vista ni al Bach oculto en el swing ni a la frescura subyacente en el contrapunto. También el Coro Estable, que debió cumplir además con importantes demandas escénicas, fue un notable coprotagonista.

 Con una escenografía de Diego Siliano visualmente muy atractiva, que combina algunos elementos corpóreos con proyecciones exquisitamente sugerentes, y un vestuario magnífico de Luciana Gutman, absolutamente exacto en sus connotaciones dramáticas, la puesta de Marcelo Lombardero recupera la idea del escenógrafo original, Kaspar Neher, de usar carteles para anunciar los distintos momentos de la obra. En 1930 se trataba de una referencia al cine y ahora –al fin y al cabo qué mejor ejemplo de decadencia podría encontrarse– a los noticieros televisivos. En todo caso, Hernán Iturralde, un Trinity Moses de antología en el resto de la obra, logró, como el presentador que habla del próximo huracán que se cierne sobre Mahagonny, una actuación memorable y varios de los mejores gags de la noche. 

La detallista marcación de Lombardero, todo el juego de pequeños gestos y acciones con que cada uno de los personajes, aun los más laterales, son dotados de sentido, cuenta en este caso con un elenco inmejorable. Iris Vermillon, con una de las voces más bellamente oscuras –o lo contrario– que puedan encontrarse, fue una viuda ejemplar; la Jenny de Nicola Beller-Carbone fue perfecta, tanto en lo vocal como en lo actoral; y Nikolai Schukoff construyó un Jim que unió a la fluidez del fraseo, la belleza del timbre y la facilidad de emisión una energía física deslumbrante. Junto con el extraordinario Iturralde, Pedro Espinosa, Gonzalo Araya, Luciano Garay e Iván García aportaron interpretaciones –y actuaciones– de gran nivel. La verdadera trampa de Mahagonny, una red dispuesta para atrapar en su interior a los artistas menos dotados, no surtió esta vez efecto. Un gran conjunto de cantantes-actores logró sortearla y dotó de vida al drama en una puesta reverencial (tal vez demasiado reverencial) de uno de los mejores directores de escena de la actualidad argentina y, sin duda, de uno de los más consustanciados con la estética de Brecht y Weill que puedan imaginarse.