El teatro del pasado, a diferencia de la música, ha quedado en el pasado. Son pocas las obras anteriores al siglo XX que se representan con asiduidad y la práctica de las interpretaciones ha convertido en habitual –y hasta en obligatoria– la posibilidad de adaptación. Con la música ha venido sucediendo lo contrario. No sólo el núcelo central de lo que se conoce como “clásico” es –por primera vez en la historia– muy anterior al momento de la recepción sino que, en los últimos cuarenta años ha ido predominando un concierto historicista –o históricamente informado– acerca de instrumentación, conformación de las orquestas, fraseo y ornamentaciones.

La música del barroco forma parte del presente, podría decirse. El teatro, en cambio, no. Y si en el primer caso la separación en movimientos de una sonata, cada uno de ellos especializado en un afecto en particular, no sorprende a nadie y sentó precedentes de mucho de lo que aún hoy se compone, cuando lo mismo sucede en una pieza teatral –y una ópera lo es, a pesar de todo– produce extrañeza. En el siglo XVII era corriente que a una escena dramática la sucediera una cómica y hasta soez. Cada una de ellas, a la manera de los movimientos de una sonata, exploraba una posibilidad expresiva particular. Y, desde ya, para la mirada actual esto resulta, por lo menos, desconcertante. Están los puestistas que intentan disimular esta particularidad narrativa, o desdibujarla creándole una continuidad dramatúrgica ausente en el original. La apuesta de Pablo Maritano es la contraria. En su excepcionalmente coherente puesta de Giulio Cesare en Egitto, que se presenta en el Colón hasta la semana próxima, cierra cada número en sí mismo y si bien la trama de poder y política que alimenta la obra está absolutamente delineada, sigue el modelo barroco a rajatabla. Lo cómico es cómico. Lo dramático lo es hasta el extremo de lo posible. Lo que hace es poner en un lenguaje actual, eventualmente, aquello que resulta esencial en un espectáculo como Giulio Cesare y que él define con justeza como revue musical. Al fin y al cabo qué verosimilitud podría reclamársele a un César que canta con voz de mujer.

Escrito para un castrado, el personaje protagónico fue cantado, en este caso, por Franco Fagioli, un contratenor extraordinario, con prodigiosa afinación y agilidad en la coloratura –los pasajes veloces sobre una misma sílaba– a la manera de la modélica Cecilia Bartoli. Con un elenco particularmente homogéneo bien podría pensarse esta puesta, también, como un fenomenal festival de contratenores. El papel de Sesto, el hijo del asesinado Pompeyo y la desventurada Cornelia, tuvo una interpretación memorable (también en lo actoral) por Jake Arditti, el Tolomeo de Flavio Oliver es deslumbrante y Martín Oro es un excelente Nireno –el papel más puramente buffo, en este caso jugado con exacta ternura–. Amanda Majeski es una gran Cleopatra, intensa y cambiante, y Adriana Mastrángelo, por su parte, es una Cornelia deslumbrante. Con un aire a estrella italiana de los años 50 une a su fantástica actuación vocal –el dúo con Sesto y su aria “Lloraré mi suerte” son de una belleza paralizante– una presencia escénica impactante. Lejos del último lugar en importancia está la exactitud en el fraseo, la cualidad del timbre y la composición actoral de Hernán Iturralde en un Achilla de carnadura notable. 

Con una orquesta tan liviana cuando es la levedad lo que se impone como densa en los pasajes más explícitamente dramáticos, destacadísima en los solos de corno y en los momentos en que el bajo dialoga con la voz principal, la Estable entró en la dinámica planteada por Haselböck con complicidad. En la propuesta escénica, por su parte, resulta esencial el magnífico trabajo de Carlos Trunsky no sólo en las escenas propiamente bailadas sino, también, en las expresivas coreografías planteadas a los cantantes, como así también el vestuario de Sofía Di Nunzio, que alterna con efectividad el realismo y el delirio. La escenografía de Bordolini yuxtapone una dúctil pirámide semideconstruida, montada sobre el disco giratorio, con el omnipresente símbolo del “ojo que todo lo ve”, con un telón dorado, ciertos interiores circunscriptos a un espacio muy delimitado y un encantador jardín del Edén donde Cleopatra desciende como Eva de los cielos. Este Giulio Cesare es, en todo caso, un espectáculo de rara calidad, logrado, según pudo saberse, en condiciones que estuvieron muy lejos de ser las ideales, con muchos menos ensayos de conjuntos en escenario que los habituales en cualquier teatro del mundo, una puesta de luces que acabó pocos minutos antes de subir a escena e innumerables problemas técnicos que fueron sorteados gracias a la voluntad –y al enorme talento– de los artistas convocados.