I Capuleti e i Montecchi es una de esas obras que poco a poco ha ido consolidando su lugar en el repertorio. De estructura uniforme, carece de la complejidad dramática de los trabajos posteriores de Bellini y, con seguridad, de la profundidad trágica del Romeo y Julieta de Shakespeare. A cambio, nos ofrece una deliciosa colección de melodías y una exhibición de belleza e inocencia para la que, como se ha dicho en innumerables ocasiones, tan solo son necesarios excelentes cantantes. Este es el caso de la producción que durante el mes de mayo ha programado el Liceu de Barcelona. Un doble plantel de artistas que se mueve entre lo interesante y lo extraordinario y uno de estos frecuentes casos donde el segundo reparto lo es solo por nombre, pero en ningún caso por calidad. Tras escuchar en días sucesivos los dos carteles, podemos permitirnos realizar una comparativa de la que ambos salen airosos.

Bellini confía el protagonista, Romeo, a una mezzo, algo ya arcaico en la época de sus estreno, pero sin duda hoy muy evocador como señal de amor prohibido. En el primer reparto lo encarna la superestrella americana Joyce DiDonato, una sustituta de lujo para Elina Garanča, la cantante inicialmente programada. Su bel canto no es ortodoxo, lo que ya le procuró vítores y críticas en esta misma plaza con su Maria Stuarda el año pasado. Para Romeo la elección es indiscutiblemente más apropiada. Esa potencia y energía de perfil masculino que es su firma personal engrandece el personaje en el aspecto teatral y seduce en el vocal. Frente a ella, o mejor dicho, a su lado, Patrizia Ciofi muestra una Giulietta delicada y frágil, a punto de quebrarse en cada una de sus intervenciones. Su actuación vocal está llena de dulces filados y pianísimos que proyecta impecablemente inundando de ligereza toda la sala, una lección de buena emisión para los que admiramos las dinámicas en el canto. Sus dúos, magníficos, se apoyan en el contraste de los timbres claro y oscuro, de las intensidades forte y piano y, en definitiva, en una dialéctica tradicional de lo masculino y lo femenino. Antonio Siracusa como Tebaldo es el tercero en discordia en este reparto. Sus tablas en el repertorio son notables, tiene un bello color y su voz es fiable en el centro, donde muestra buen legato y gusto en el canto. Hay que reprocharle, sin embargo, que sus agudos fueran algo inseguros, con ataques apoyados y, en alguna ocasión, descolocados.

Silvia Tro Santafé protagoniza, como Romeo, el cartel complementario. No es la suya una voz de gran caudal pero posee un hermoso timbre e innumerables recursos técnicos que utiliza con sabiduría. Su canto brilla en las agilidades y en los momentos más vivos, que domina como buena rossiniana. Exhibe su inteligencia dramática en el registro grave y en los saltos y escalas descendentes que ejecuta con pasmosa comodidad. La voz se adelgaza sin embargo en el registro alto y se desluce en las notas largas. Es el suyo un Romeo más ortodoxo pero menos rotundo que el de DiDonato. Frente a la fragilidad de la Giulietta del elenco principal, la de Ekaterina Siurina irradia fortaleza. Hay algo de onírico en su actuación, algo ensimismada y fuera de la realidad que la rodea. Su voz es limpia, sin apenas vibrato y siempre afinada. Su emisión tiene cuerpo y densidad, y presume de un fiato envidiable en esas notas flotantes que provocaron la entrega del público y numerosos bravos en cada una de sus actuaciones. Para completar ese trío, Celso Albelo construyó un Tebaldo heroico, resplandeciendo poderosos y brillantes sus agudos, pero con una línea de canto que por momentos, para una obra de Bellini, tiende demasiado a la declamación.

La puesta en escena de Vincent Lemaire acentúa los roles de género. Más que la rivalidad entre Capuletos y Montescos se trata de una confrontación entre hombres y mujeres. Es la suya en todo caso una propuesta escénica al servicio del canto, estática, austera y centrada en la iluminación y el vestuario. El poder es masculino y se muestra a través trajes negros y símbolos fálicos en forma de chistera, grandes corbatas o sillas de monta. Christian Lacroix pone su toque de alta costura a unos figurines de cromatismos estridentes con su reconocible toque años ochenta, exagerado y vampírico, envolviendo a unas mujeres maniquí que se limitan a transitar, acercándose o huyendo de los hombres.

El maestro Frizza realizó una dirección intensa, luminosa y potente en los episodios orquestales y usó tiempos lentos y retardados hasta el límite en las partes cantadas más líricas. Un recurso que podría haber resultado algo efectista de no ser por la inteligencia interpretativa de unos enamorados en estado de gracia que, en sendas actuaciones, supieron aprovecharlo para levantar los acentos dramáticos de esta obra, en cada sílaba, en cada nota.

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