La producción póstuma de Graham Vick, y finalizada por Jacopo Spirei, va más allá del juego entre semejantes a través del cuerpo y los estereotipos. La ambigüedad se instalaba en el escenario del Gran Teatre del Liceu con pretensiones que casaban acertadamente con el propio juego dramatúrgico de Un ballo in maschera; un juego de máscaras identitarias –que no son otras que los temas universales como la política, la vida o el amor– constituyeron la esencia de la propia obra en sí. La conjura de asesinar al gobernador o la tentativa de aparentar otra realidad se convirtieron en medio y fin. Con una estética a lo parisién, toques de cabaret y bailes bosquejados entre la luz y el color, el sentido de la producción acabó siendo más elegante de lo que anunciaba, convirtiéndose en un marco perfecto para mostrar el juego de la autodestrucción.

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Valeriano Lanchas (Samuel), L. López Navarro (Tom), Anna Pirozzi (Amelia) y Artur Ruciński (Renato)
© A. Bofill | Gran Teatre del Liceu

Una búsqueda sobre los límites del poder y sobre la captura del deseo y la celebración colectiva, ideada por Richard Hudson, enfatiza la idea de que nada es lo que parece. Las conspiraciones conviven soterradas en el amor; todo tan escondido como visible, porque la escena consta únicamente de la presencia de una pantalla semicircular que divide en dos niveles el espacio. Este recurso favoreció la coexistencia entre aquello que quiere ser privado y acaba siendo público. El buen trabajo lumínico y tonal de Giuseppe di Iorio llenó un escenario prácticamente vacío, dedicado al protagonismo total de la psique de los personajes. Sólo un sepulcro alado sobre una plataforma giratoria (presagio del destino final de la historia desde el inicio) convivió impasible ante encuentros fortuitos, complots y fiestas. La apuesta de Vick-Spirei connota expresividad, y pese a la repetición de soluciones, dispone de dinamismo y la disposición para desplegar todos los recursos teatrales que la obra de Verdi exige.

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Escena de Un ballo in maschera en el Liceu
© A. Bofill | Gran Teatre del Liceu

Con un gran coro presidido en alto, como agente activo de la mirada, el reparto del estreno hizo un trabajo actoral plausible, subrayando primordialmente las líneas psicológicas de sus personajes. Freddie De Tommaso elaboró un Riccardo creíble, cómodo y, sobre todo, grandioso. Dominando el fraseo y la proyección vocal e interpretativa, estuvo acompañado de una Anna Pirozzi como Amelia, quien fue el otro pilar de la noche. La voz de Pirozzi es todo lirismo clemente y espectáculo vocal; resultado notorio es este control del personaje interpretado en contadas ocasiones, donde evidenció un dominio no sólo técnico, sino teatral. Otro aclamado fue Artur Ruciński, defendiendo un Renato aterciopelado, de matices graves, quien logró ser un gran antagonista en calidad. Como contrapunto, el trabajo de Sara Blanch como Oscar, dominó los momentos de más comicidad con coloraturas, líneas agudas y saltos interválicos, haciendo de la picaresca del personaje lo más representativo fuera de la línea dramática.

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Daniela Barcellona (Ulrica)
© A. Bofill | Gran Teatre del Liceu

Riccardo Frizza, estudioso de las partituras verdianas y consumado en ellas, mostró una orquesta detallista en las transiciones en los pasajes más teatrales. Llevó a cabo una lectura que buscaba las insinuaciones rítmicas y melódicas, siempre declinado al canto pero sin renunciar a las dinámicas. La atención principal se centró en buscar la dramaturgia teatral en la partitura; supo equilibrar las tensiones narrativas con la expresividad y las inflexiones de la obra, así como combinar las texturas y subrayar lo melódico-teatral de los detalles. Con un foso ágil y luminoso en sonoridad, el despliegue de recursos fue amplio y dieron un resultando meritorio.

El estreno fue celebrado por una gran acogida; por el trabajo y el carácter de esta producción, los asistentes lo recibieron con ovaciones, proclamando este Un ballo in maschera la mejor de las opciones para celebrar Carnaval.

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