La Carmen de Calixto Bieito se ha convertido indudablemente en una de las producciones seña en el panorama escénico internacional. Estrenada en 1999 en el Festival de Peralada, después de algunas reposiciones más en el teatro catalán, este año cumple veinticinco años de su estreno y vuelve al foso liceístico para celebrarlo. Ha logrado consolidarse como un clásico contemporáneo en la historia de las escenificaciones operísticas y ha cruzado medio mundo triunfando. Y es que esa España feroz imaginada por Prosper Mérimée en su novela, y que acabó siendo un collage de tópicos sobre el exotismo del sur peninsular, es papel mojado; Bizet fue más allá en su trasfondo y Calixto Bieito, acabó de darle la vuelta final a la tuerca.

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Clémentine Margaine (Carmen) rodeada de soldados
© Gran Teatre del Liceu

Tal y como la describió el director burgalés, Carmen es una “obra de emociones fronterizas”. Y así fue como la construyó. Desde una Ceuta fronteriza, de espíritu cañí; un submundo de legionarios y macarras en horas bajas haciendo botellón en Mercedes desvencijados, y compartiendo botellas entre contrabandistas y prostitutas. Una bandera española ondeando al fondo, un toro de Osborne, un soldado castigado en exceso en el cuartel, cabinas de teléfono, una niña a quien obligan a dejar de ser niña arrebatándole su muñeca y calzándole unos tacones. No falta un alfiler. Un carrusel de violencia sin pudores, especialmente hacia las mujeres (por primera vez escenificada a finales del siglo pasado), representa un retrato social de las vergüenzas para con unos y otros ambientada en la década de los setenta. Las obscenidades y las agresiones conviven entre sí, subiendo un escalón más el drama operístico. Es entonces cuando Bieito obró la magia e hizo posible lo imposible: que la escena se sobrepusiera a la música. Se llevan los tópicos más casposos de una época hasta al extremo de la sensibilidad y se teje una imagen entre lo pintoresco y lo verídico, con el trabajo de una perspectiva eficaz y minimalista. Junto al trabajo de Alfons Flores, cuatro elementos son capaces de vertebrar el sentido de todo lo brutalmente cotidiano de un mensaje y de una historia que casa esencialmente con el espíritu primigenio de Carmen.

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Michael Spyres (Don José) y Clémentine Margaine (Carmen)
© Gran Teatre del Liceu

El reparto del estreno fue liderado por una Clémentine Margaine de dominio técnico y con especial detalle en las coloraturas; fue de menos a más, llegando a defender una Carmen con fuerza, pero resaltando más sus dotes musicales que el calado psicológico del personaje, dejando una interpretación de la femme fatale a medio gas. Al contrario que su compañero, Michael Spyres, quien mostró un Don José matizado en el desarrollo de perfiles que transita su papel. De timbre refinado y cuidadoso, también en la expresión, defendió un Don José con buen tino en la emisión, pese a algunos agudos desequilibrados. Uno de los momentos más sustanciales de la función, dejando de lado las míticas habanera de Carmen y copla de Escamillo, fue la emotividad de Adriana González en el papel de Micaela. Competidora en protagonismo por la atención del público y la de Don José, mostró una técnica cuidada y un instrumento vocal expresivo y ligero. Como buena antagonista, la otra cara de la moneda desplegó una proyección volátil y sostenida entre la timidez y la dulzura. Otro de los trabajos que se pueden destacar de la noche, por protagonismo, fue el de Simón Orfila como Escamillo. A pesar de defender al torero con un porte elegante en la proyección, no fue de las mejores ejecuciones en resolución, destacando papeles más secundarios como el de Frasquita o Mercédès, por Jasmine Habersham y Laura Vila respectivamente.

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Escena de Carmen en el Liceu
© Gran Teatre del Liceu

El reparto vocal fue secundado por un especialista en música francesa como es el director orquestal de la casa, Josep Pons, liderando un foso en el que destacaban por encima de todo los detalles de la partitura y la riqueza armónica, entre pasajes de lectura atenta, sin arriesgar mucho en ritmos alternos o tensiones armónicas. Pons dio importancia tanto al bloque más jocoso de la obra como al más sombrío, en que las las melodías transitaron de un estadio a otro perseguidas por el tema del destino, que vertebra la esencia de la obra, el desarrollo de los personajes y la vida de Carmen. Cabe resaltar el doble papel del coro, siendo la masa actoral que dio sentido y correspondió a la dramaturgia planteada de Bieito, como son los legionarios embravecidos o las cigarreras de las fábricas. Haciendo un trabajo vocal e interpretativo impoluto y eficaz, se convirtieron en otro de los protagonistas fundamentales de la función.

Pese al paso de los años, entre pasiones homicidas y raíces ibéricas, esta Carmen continúa funcionando como el primer día, haciendo que el Liceu llenase de nuevo todo su auditorio en este inicio de año. De momento, empieza con buen pie. 

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