Los años pueden sentar muy bien o muy mal. En este caso, la Turandot de Núria Espert ha envejecido de una manera estupenda. La gigantesca y monolítica producción, llevada a cabo para la reapertura del calcinado teatro catalán en 1999, es historia del teatro en sí. Turandot fue la obra escogida para inaugurar un teatro nuevo; al grito de Vincerò!, como lema, se recuerda ese resurgir a las puertas de su vigésimo quinto aniversario. Con matices actualizados por su propia nieta, la directora de escena Bárbara Lluch, en esta reposición se puede presenciar la honestidad y sencillez de lo que es: un drama basado en una localidad, una cultura y unos escenarios que son leales a la contextualización histórica que se nos cuenta. En otras palabras, volver a lo que Puccini imaginó. Y tanto es así que ni giro rupturista tiene el desenlace, donde Lluch se decanta por un final feliz para los protagonistas en contraposición a su abuela (mucho más radical), que hizo que Turandot optase por suicidarse antes que sucumbir a Calaf.

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Escena de Turandot en el Liceu
© A. Bofill | Gran Teatre del Liceu

Las pagodas, los dioses tallados en murallas o los ejércitos imperiales colman todos los rincones de un escenario en el que habitan un centenar de personas. Todo es colosal, efusivo y sencillamente acertado. El efecto de una escenificación de la que podríamos tildar hoy de “clásica” se antojó espectacular y coherente, sin más pretensiones; sabiendo, sin ninguna duda, que la emoción de esta partitura estará siempre por encima de cualquier imagen. Incluso se podría hablar de alegría generalizada por volver a ese origen elemental en el que la música es la protagonista. Contemplar a una corte entronizada en lo alto de unos dragones, ver aparecer a la protagonista vengativa entre murallas ensangrentadas por los pretendientes perdedores o escuchar a Calaf esperando a que se haga de día bajo un solitario templo, son escenas que no les hace falta más para ser redondas.

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Elena Pankratova (Turandot) y Michael Fabiano (Calaf)
© A. Bofill | Gran Teatre del Liceu

Elena Pankratova dio vida a una Turandot potente, intimidante, con un claro dominio expresivo en sus ataques sobreagudos. Su presencia escénica sólo se puede comparar a la de su homólogo, Michael Fabiano como Calaf. Este volcó otro caño de dramatismo y lirismo en su fraseo, haciendo que tanto él como Pankratova consiguiesen un equilibrado protagonismo en escena y en resultado vocal. Para remate, una Vannina Santoni interpretó una Liù conmovedora en los pianissimo, elegante y sentida, que sirvió de contrapunto entre los caracteres contrapuestos de los protagonistas. Defendiendo esencialmente un lirismo por encima del dramatismo, su proyección mejoró notablemente a partir del segundo acto. El gran Siegfried Jerusalem fue un emperador Altoum contenido, mayoritariamente por sus más de ochenta años, que no posibilitan a más. Especial mención también a Ping, Pang y Pong por Manel Esteve, Moisés Marín y Antoni Lliteres.

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Marko Mimica (Timur), Vannina Santoni (Liù), Michael Fabiano (Calaf), y el trío Ping, Pang y Pong
© A. Bofill | Gran Teatre del Liceu

La dirección del foso liceísta fue conducida por Alondra de la Parra, quien ejecutó un discurso contundente, ampliando rasgos de la partitura con énfasis en las suntuosidades y las ilustraciones melódicas. La directora mexicana se inclinó por una lectura acentuada en la expansión sonora, donde las secciones procuraran evocar las texturas atmosféricas y las líneas rítmicas. Se intuía así un interés por lograr la conexión con el público más que por la formalidad de la ejecución, teniendo aún así (o quizás por ello mismo) un resultado interesante y brillante. El buen trabajo coral también se hizo notar; decididamente, esta obra muestra uno de los mejores resultados de la temporada en el Liceu en lo que va de año. Buena proyección e interpretación melódica de cada cuerda.

La Turandot de Espert/Lluch acabó en vítores, mezclándose entre la nostalgia de quienes vivieron ese momento o entre los que se topaban por primera vez con la maquinaria del gigantismo efectista. Las grandes escalas del cartón piedra pasaron a ser creíbles y relevantes en un drama lírico que conmocionó por su atención y cuidado a las voces y a la música, dejando de lado por un momento las puestas escénicas llevadas al límite y disfrutar de la quietud de lo afable. Definitivamente, es una producción que ha mejorado con el tiempo y a la que los años le sientan bien.

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