Esta L’incoronazione di Poppea, producción rescatada de la Opernhaus Zürich del 2018, es un espectáculo de vanidades y verdades. Una demostración, nuevamente, de la consecuencia de llevar al extremo las pulsiones humanas. Todo ello unido y construido por la magia de un libreto que resulta contemporáneo y una música tan magistral en lo descriptivo que interpela de principio a fin a cualquiera que quiera prestar atención. Uno de los primeros ejemplos operísticos de la historia, del gran Monteverdi, que no ha llegado a ser representada ni una veintena de veces en el Gran Teatre del Liceu, se convierte en la mejor puntada final en este cierre de temporada. No cabe duda que es una de las mejores opciones para cerrar un año que ha sido tan ecléctico como desequilibrado, pero que ha servido para manifestar los nuevos caminos por donde la directiva del teatro se adentra. Y el ejemplo final es ver a un Calixto Bieito y un Jordi Savall, tan en las antípodas en concepciones como respetados por igual, aunando fuerzas para reflejar y escuchar una obra que siempre rezumará actualidad.

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Julie Fuchs (Poppea), David Hansen (Nerone), Le Concert des Nations y público
© Gran Teatre del Liceu

El patio de butacas se prestó a ser un gigantesco confesionario, repleto de pantallas, primeros planos y selfies, donde el factor sorpresa no faltó. Un escenario ideado por Rebecca Ringst que consistía en una pasarela circular, en cuyo centro se ubicaba el conjunto musical, y rodeado de más de una docena de pantallas que, entre audiovisuales y grabaciones in situ, canalizaban los impulsos más atávicos a través de la tecnología. Todo ello subrayado por la presencia de una grada premium situada en el propio escenario, haciendo a la vez de público y de testigo de los mecanismos de abuso y poder. Estos mismos espectadores fueron sujeto y objeto de la crítica: vemos la violencia, la consentimos y la perpetuamos, sin hacer absolutamente nada. La escena de Bieito propuso un frenesí de dominio y sexo, saltando por los aires todas las vergüenzas y defendiendo el instinto por encima de la moral. Al público le llovió confeti, globos y hasta ropa interior. Alternando comicidad con dramatismo, la escenografía funcionaba, añadiendo algún que otro baño de sangre de más, tan propio de Bieito, que bien odias o amas. 

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Julie Fuchs (Poppea)
© Gran Teatre del Liceu

La dirección de Savall fue contundente en el preciosismo del sonido más que por la expresión descriptiva de los personajes; destacó por un carácter imbuido en el dibujo de atmósferas a base de escalas ascendentes y frases ornamentales. En cuanto a lo teatral, el director no trabaja tanto la línea dramática como los detalles depurados de la partitura. La expresión descriptiva de los personajes quedó más relegada a las voces y la capacidad interpretativa del reparto. Pero la variedad no faltó a la hora de hacer posible los contrastes musicales. El juego entre las líneas que iban desde la sensualidad y el deseo, transitaban orgánicamente a la venganza o la ambición, o en su finitud, a la sinceridad y el amor. Y tanto Savall como Le Concert des Nations mostraron una sintonía que armaba el discurso musical acercando el lenguaje barroco a través de la escenificación. Compensando el exceso de violencia y erotismo en escena, Savall acentuó la parte más sensible de la narrativa, destacando más las fuerza de las pasiones que la fuerza en sí.

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Nahuel Di Pierro (Seneca)
© Gran Teatre del Liceu

Entre armonías improvisadas por el conjunto musical y la capacidad de interpretar la modernidad del lenguaje de la obra, un efusivo David Hansen como Nerone capitaneaba el porvenir dramático, enérgico y esmerándose en los planos más agudos, logró transmitir la esencia extravagante del personaje. En contraposición, le acompañaron Xavier Sabata y Nahuel di Pierro en las pieles de Ottone y Séneca respectivamente. Dos perfiles de voces vibrantes y contrapuestos defendieron, por un lado, la virtud del amor y la sinceridad hacia la persona amada, y por el otro, la necesidad de la moral y la reflexión aunque cueste la vida; un eje triangular antagónico que sencillamente funcionó de manera espectacular. En cuanto al otro triángulo existente, Julie Fuchs lideró a una Poppea de melódica sensual y extrema, de lirismo refinado que compartió protagonismo con una experimentada voz, la de Magdalena Kožená en la piel de una Ottavia, resignada y cruel, con un timbre brillante que utilizó para despertar tanto compasión como odio por su historia. Ambas tuvieron una presencia escénica impactante (especialmente teniéndolas tan cerca, en esa grada premium), y Deanna Breiwick se añadía al combo como una Drusilla despampanante, aunque con cierto aire naif, de volubilidad y que fue la encargada de ponderar la intensidad en el plano femenino con musicalidad cristalina.

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Xavier Sabata (Ottone)
© Gran Teatre del Liceu

Después de una larga ovación, bañados de confeti y con algún que otro obsequio que nos llevamos a casa, los espectadores festejamos un cierre por todo lo alto, pero haciendo balance de una temporada que no pasará por una las mejores.

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