Indiscutiblemente enorme, sobrepasando forma y contenido en partitura, el Parsifal de Wagner nunca se podrá definir del todo. Un hito de la historiografía musical, que hasta el día de hoy, su lenguaje místico, casi epifánico, atraviesa al oyente en un ritual expansivo durante horas y horas. La obra más simbólica del de Leipzig es un viaje constituido por individualidades, redenciones y promesas. El teatro catalán rescata la visión proyectada ya en 2011 por Claus Guth, sumergiéndose en las profundidades psicológicas del héroe, de su viaje y su destino; metiendo el dedo en la llaga, la herida vuelve a abrirse para cuestionar la deposición de un futuro mejor en manos del, teóricamente, elegido.

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Nikolai Schukoff (Parsifal)
© A. Bofill | Gran Teatre del Liceu

Gluth contextualiza este poema medieval hecho música en la realidad tensionada y traumatizada de la primera posguerra mundial. En forma de bastión olvidado, la escenografía se define como hospital acogiendo a los caballeros y escuderos del santo Grial; soldados mutilados y médicos custodios permanecen en su interior quebrantado en fe y espíritu. Un espacio traumático que plantea la decadencia y la pérdida de la esperanza, materializado en una estructura giratoria que, aunque sobria, es un laberinto de puertas y escaleras que conectan espacios y mundos. De todo ello, un Parsifal llega y, pese a superar dificultades y echar mano de la virtud, se debe desconfiar. Gluth grita cuidarse de la aparición de los falsos ídolos (cómo es esa materialización final de un Parsifal fascistoide). Anteponer la duda antes que la convicción: el héroe pasa a ser un sospechoso.

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René Pape (Gurnemanz)
© A. Bofill | Gran Teatre del Liceu

Christian Schmidt plantea una escena metafóricamente inquebrantable; un castillo que comparte espacio y tiempo creando una tensión dramática a partir de la separación de los dos objetos vertebrales del drama, como son la lanza y el Grial. Atrapados en el sufrimiento y sin para de girar, esperan la llegada mesiánica que les salve. La atmósfera avanza de la perturbación a la purificación con el propio viaje del héroe (excesivamente remarcado por los vídeos del caminar del protagonista hacia ninguna parte), logrando lentamente una continuidad narrativa. Con soluciones que plantean dudas; problemas dramatúrgicos que se evidencian con unas ninfas-flor cerca de ser meretrices del charlestón, la permanencia del mismo recinto sanitario en otros cuadros o el ambiguo marco final de Amfortas y Klingsor reunidos, intercambiando indulgencias.

Gluth y Schmidt obligan al espacio a ser tiempo. Hay fuerza teatral, pero también cierto desgaste de recursos. Una conjunción no carente de problemática, ya que la simbiosis entre el embalaje visual y el movimiento centrífugo del escenario choca con la espiritualidad de la partitura, haciendo que la obra vaya a dos marchas diferentes.

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Evgeny Nikitin (Klingsor)
© A. Bofill | Gran Teatre del Liceu

La dirección de Pons tuvo las pretensiones requeridas para asumir al coloso. Se basó en la creación de un sonido diluido, siendo profuso en el desarrollo espiritual de las líneas musicales. Apostó más por un discurso claro, que en ciertas ocasiones sonó cohibido en los momentos que clamaban intensidad. Su desarrollo con la orquesta fue de más a más, destilando la espiritualidad entre motivos y acordes. La orquesta liceísta se mostró amplia en recursos; ganaba impetuosidad en el tour de force instrumental, manteniendo la intensidad y la energía para los finales imponentes. Los acentos dramáticos fueron cuidados por el detallismo de Pons, creando una suma entre texto y música transmitiendo grandeza de prestaciones muy notables.

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Elena Pankratova (Kundry), Nikolai Schukoff (Parsifal)
© A. Bofill | Gran Teatro del Liceu

Nikolai Schukoff dio vida a un Parsifal de sorprendente proyección y de dominio técnico; hubo solidez y tenacidad dramática en su defensa, aunque dejó entrever un timbre poco embellecido. Aun así, compartió poderío con una Elena Pankratova como Kundry. De fuerte sonoridad, fue la estrella a pesar de su casi centralidad del segundo acto, donde demostró temperamento y recursos portentosos en colores y matices. En el papel del mago Klingsor se encontraba un Evgeny Nikitin seguro y con dominio, sobrado en el rol establecido. René Pape interpretó a un Gurnemanz que se vio preocupado en el ejercicio, viéndose en momentos tragado por la masa orquestal, aunque defendiendo con tino el personaje gracias a su estilo elegante y la expresividad del fraseo. Quien se vio en apuros fue Matthias Goerne con un Amfortas que, literalmente, agonizaba por hacerse oír. La excelencia de Goerne es indiscutible; con un timbre temperado y gran control del fraseo, no estaba en el sitio que le tocaba, abordando una tarea que le quita brillo y le hace batallar contra la música. A pesar de ello, todos mostraron una comprensión profunda de los personajes, hubo una interiorización escénica lograda y todos compartieron la consciencia sacra de la pieza.

Aun así este Parsifal fue una buena representación, que no es poco. Pese al empeño y al trabajo, algo no logró traspasar y establecer conexión. El público celebró con energía, aunque sin vítores, el único espectáculo wagneriano que se dará en las dos próximas temporadas. Eso, para echar sal a la herida.

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