Una enorme expectación ha acompañado el estreno de la última producción del Liceu. Los medios de comunicación anunciaban a bombo y platillo que uno de los artistas plásticos más reconocidos e importantes de la actualidad, Jaume Plensa, daba el salto al terreno escénico y, además, lo hacía en casa, en su Barcelona natal. Al natural interés se le sumaron unas declaraciones del creador rebosantes de autoconfianza y amor propio, anunciando que su propuesta “cambiará la manera de mirar la ópera”. Ahí es nada. Pero, tras el estreno, nos hemos encontrado con poco más que una ambiciosa curiosidad escénica, con estampas de incuestionable valor estético y algunas graves carencias dramáticas, muy lejos de la obra de arte total renovada que se nos anunciaba.

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F. Pio Galasso, Gemma Coma-Alabert, Sondra Radvanovsky, Luca Salsi, Erwin Schrott, Fabián Lara
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu

Plensa articula su escena con su muy reconocible lenguaje: monocromatismo, cabezas gigantes con ligeras pero inquietantes desproporciones y el alfabeto como creador de superficies orgánicas. La potencia plástica de algunos de estos cuadros –reproducidos ya en todos los medios de comunicación– es arrolladora, pero fallan en dos aspectos importantes: esos momentos son escasos y, sobre todo, no conectan con la potente tragedia shakespeariana que vertebra también la obra de Verdi. En general, Plensa apuesta por el poder del vacío –algo, por cierto, ya muy bien conocido en las artes escénicas– y arroja a los personajes a una oscura intemperie con fondo escultórico, desabrigados, desnudos, abandonados. El poder, la ambición, la violencia y la culpa, los imprescindibles mimbres de esta historia apenas llegan a asomar por el escenario. Un precio demasiado alto que pagar tan solo para que los ojos se deleiten con algunas píldoras visuales sin rastro de tragedia.

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Sondra Radvanovsky (Lady Macbeth) y Luca Salsi (Macbeth)
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu

Así, la fuerza dramática recae por completo en unos cantantes que, a base de carisma y experiencia, asumen la titánica tarea que le correspondería a todo un equipo de creadores. Sondra Radvanovsky –inexplicablemente disfrazada de novia de luz– defiende con arrojo el papel. La voz no parece conservar la magnífica forma de antaño, el canto ha perdido morbidez y naturalidad, pero retiene medios más que suficientes para impresionar a la audiencia. El agudo es potente, luminoso, bien colocado y penetrante. Resuelve adecuadamente las coloraturas y sus dinámicas resultan exquisitas por momentos. Su presencia escénica es arrolladora, pero a pesar de sus esfuerzos, sobre las tablas admiramos a Sondra y no a Lady Macbeth. En sus instantes estelares, pareciéramos estar en un recital más que en una ópera. Luca Salsi, como Macbeth, comenzó a cantar solo tras el intermedio, pero desde entonces fue a más, culminando en un potente y sentidísimo cuarto acto, gloriosamente articulado y con el atractivo que siempre da el saber cantar sobre el aliento. Erwin Schrott mostró caudal, rigor y autoridad para un notable Banquo. El tenor Francesco Pio Galasso, que encarnó a Macduff, no posee grandes medios vocales, pero sí elegancia e inteligencia musical. Superó las limitaciones en timbre y potencia a través de una emisión sentida y preciosos fraseos. Es este, en suma, un más que solvente cartel vocal que alcanzó su máxima gloria en los concertantes y escenas conjuntas.

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Erwin Schrott (Banquo)
© David Ruano | Gran Teatreo del Liceu

En el foso, Josep Pons apostó por una lectura enérgica, una buena idea con la que intentar rellenar el vacío de la escena. Fue una lectura con algunos traspiés, sin colores ni transparencias tímbricas, pero con un buen sentido narrativo. Apostó por grandes ritardandos en las escenas con Radvanovsky como solista, un efecto siempre arriesgado, algo que la canadiense supo utilizar bien en su propio beneficio. Hay que destacar también el trabajo del coreógrafo Antonio Ruz en el aquelarre del tercer acto: medios acrobáticos y circenses para, por fin, llenar la escena de teatralidad a través de la sensualidad, el misterio y el desenfreno.

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Bailarines interpretan la coreografía de Antonio Ruz
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu

En definitiva, y en contra de lo anunciado, no se encuentran en esta producción trazas de gran arte escénico ni de revolución, y tampoco demasiado del arrebatador espíritu de Macbeth. Pero a pesar de estas carencias, hay que reconocerle la capacidad de articular un lenguaje propio, espectacular en algunos instantes visualmente memorables que, a buen seguro, formarán parte destacada del archivo fotográfico de la historia de nuestra ópera.

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