Con sabiduría y astucia, el Liceu ha programado para esta primavera de voces en Barcelona, unas representaciones de Die Zauberflöte con dos ganchos infalibles. La presencia de Javier Camarena, para muchos el mejor lírico-ligero de nuestros tiempos, en primicia colaborativa con el más mediático de los directores de la actualidad, Gustavo Dudamel. Con semejante pareja, la atención mediática y el lleno total estaban asegurados. Pero esta producción ha resultado ser mucho más, nos ha ofrecido uno de los eventos operísticos más redondos que he tenido la oportunidad de disfrutar en mucho tiempo. Resolviendo las aparentes contradicciones que deben darse en los mejores encuentros artísticos, la experiencia resulta deliciosamente monumental e impecablemente sublime.

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Stephen Milling (Sarastro)
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu

La base sobre la que se cimenta el éxito de esta representación es la dirección de Dudamel, quien parece dispuesto a echar por tierra el cliché de que una buena dirección mozartiana se elabora a través de la contención y de la línea melódica. Desde los primeros compases de la obertura, enérgica y vertiginosa, comprobamos que Dudamel apostó por explorar un sentido de rotundidad teatral. Los temores de una pérdida de control en busca de la extravagancia ponto se disiparon. El foso actuó como un cuentacuentos emocionalmente implicado en la trama, superando la mera búsqueda de la belleza de la música de Mozart para resaltar su componente narrativa. El resultado fue una coherencia dramática inaudita, al servicio del canto y del libreto.

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Thomas Oliemans (Papageno)
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu

La veterana producción de David McVicar para Covent Garden es bien conocida para los aficionados, sus fragmentos e instantáneas pueblan los canales de streaming y las plataformas de Internet. Pero es solo en directo cuando despliega su verdadera potencia. Basada en elementos ingenuos –marionetas, ayudantes en escena, disfraces y cartón piedra sin tapujos ni vergüenza– construye un grandioso y coherente lenguaje visual a través de elementos de diferentes épocas. Son símbolos que recogen la magia y la intelectualidad del libreto y que permiten diferentes niveles de lectura, todos pertinentes: desde el sencillo placer de la contemplación de sus figurines –cómo olvidar ese magnífico traje de Sarastro–, a la inmersión en la profundidad de la ciencia y de la mística. Los medios son generosos, los numerosísimos cambios de escena impactantes, pero se mantienen siempre lejos de tentaciones exhibicionistas. Hay escenas para el recuerdo, la oscuridad rembrandtiana del laberinto del templo, la explosión de nobleza en el luminoso final o la simpatiquísima escena que anticipa el fértil futuro de Papageno, imposible de contemplar sin que una gran sonrisa nos presida el rostro. Por derecho, esta producción se ha convertido en un clásico, en el mejor sentido de la palabra.

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Javier Camarena (Tamino) con las tres damas
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu

Y en el aspecto vocal, contamos con un cartel de primerísima categoría. Javier Camarena se ha esforzado en construir un papel creíble, dejando a un lado una pura exhibición de unos medios vocales, de los que por otra parte anda más que sobrado. Una vez más, sus ya legendarios agudos son una delicia para los oídos y provocan adicción. Muestra la potencia necesaria para una voz principesca mientras atiende con mimo la vocalización del alemán, llegando a arriesgar a veces la línea de canto. Pero no es el único en brillar en la constelación de estrellas vocales sobre el escenario. Lucy Crowe es una experta en el papel y nos ofreció una Pamina extraordinaria. Comparada con ocasiones anteriores, sorprende gratamente comprobar cómo ha mejorado en potencia, emisión y firmeza, sin perder elegancia. Pero su interpretación está basada en una profunda teatralidad. Su “Ach, ich fühl's” se edifica desde el suspiro y el lamento y se yergue a través de un fraseo ejemplar.

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Lucy Crowe (Pamina)
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu

La Reina de la Noche de Kathryn Lewek mostró carisma y técnica. Salvo un par de notas descolocadas, ejecutó con soltura sus endiabladas arias, reservando sus máximos vocales para las icónicas florituras que ejecuta sin dificultad, permitiéndose incluso alargar los sobreagudos un poco más de la cuenta. Fue excelente su “Der Hölle Rache”, haciendo convivir la rabia vengadora y el dolor por una hija. Del resto del eminente reparto hay que destacar la calidez versátil y profunda de Sarastro y, por supuesto, la actuación del coro que, con su “Oh, Isis und Osiris” transformó el patio de butacas en el sanctasanctórum de la experiencia musical.

Es esta una representación de lujo que ningún aficionado debería perderse, con independencia de su experiencia. Pero es además una perfecta oportunidad para crear afición. En contra de lo que se dice, La flauta mágica no es una obra fácil para iniciarse, pero en esta ocasión alguien ha tenido el acierto de alinear todos los planetas para crear un resultado excepcional, al que nadie con un mínimo de sensibilidad será capaz de resistirse. 

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