A través de un sinuoso bosque y de un estanque de aguas negras, la música de esta peculiar obra de Debussy (tristemente, poco valorada) se abre camino en el mundo codificado, cíclico y perturbador de Àlex Ollé en esta producción. Una lectura de este Pélleas et Mélisande que aboga por un no-tiempo y un no-espacio; lo que se avista es la percepción del castillo de Allemonde, así como una Mélisande presentada como niña y repentinamente transformada en esposa, nuera y madre, todo a la vez. Nada parece ser lo que parece. Inquietante, enigmática y de atmósfera simbolista, siendo fiel al origen de la comunión entre las líneas de Maeterlinck y las notas de Debussy. Un sólo elemento sirve como nexo de unión entre este mundo onírico y el nuestro, punto poético y teatral de lo irracional; el agua, presente durante todo el drama inundando el escenario, es lo primero y lo último que se hace escuchar en esta ópera. El sonido del agua como lo único reconocido y reconocible.

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Julie Fuchs (Mélisande) y Simon Keenlyside (Golaud)
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu

Vértigo es lo que provoca este montaje. Una estructura gigante, rectangular, oscura y poliédrica, es el único marco escénico de la obra. Sus múltiples caras, que se van mostrando por los laterales de su base giratoria, permite desnudar este mundo y a sus personajes, compartiendo espacios hasta acabar por adentrarse en los de todos. Alfons Flores firma esta escenografía fascinante y truculenta, junto con la iluminación de Marco Filibeck, quien revela las estancias fantasmagóricas de una manera brillante y aporta líneas discursivas bien articuladas. Entendido como una caja negra en la que se guardan y desvelan los secretos de los personajes, emociones y pensamientos, acaba siendo también jaula en la que todos deambulan silenciosos y abstraídos, finalmente presos del lugar. Una estética que se revela como metáfora mortuoria y familiar alrededor de Mélisande, con un planteamiento cíclico en el que se utilizan recursos visuales para regresar siempre al punto de partida del cual emerge la protagonista. Mezcla entre terror y fascinación, el magnetismo que emana de la gran teatralidad del montaje ha sido una de las claves de su éxito.

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Escena de Pelléas et Mélisande en el Liceu
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu

La escenografía tuvo la suerte de estar acompañada por el buen tino de Josep Pons, maestro del foso orquestal que entonó el ambiente enigmático de la partitura con la misma buena dirección que contaba la narrativa visual. Y no sólo eso, sino que el elenco completo para esta obra fue sencillamente genial. Triada ganadora sin ninguna duda para esta apuesta liceísta. Daba voz a Mélisande la soprano Julie Fuchs, quien proyectó una voz fuerte y delicada al mismo tiempo, traduciendo los estados emotivos del personaje con una voz hipnótica y timbre cristalino. Pélleas fue un Stanislas de Barbeyrac convincente, modélico en cuanto a proyección y rol interpretativo, siendo un perfil que también se mueve entre lo inocente y efusivo como su compañera, a la vez que reclama versatilidad en las melodías y ligereza de dicción. Destacó, y mucho, Simon Keenlyside como Golaud; el barítono no sólo estuvo soberbio en la ejecución, sino que la exigencia del papel le llevó a cincelar un personaje ambiguo y perturbador, pero absolutamente atrayente en el plano psicológico y concediendo unas soluciones variadas. Entendimiento, trabajo e interpretación de equipo total y absoluto para este reparto, que se acabó de blindar con la presencia de Franz-Josef Selig como rey Arkel. Su presencia es permanentemente turbadora y la aportación de matices fue empleada para ampliar las líneas dramatúrgicas, convirtiéndolo en un personaje obsceno y casi el más oscuro de todos.

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Stanislas de Barbeyrac (Pelléas) y Julie Fuchs (Mélisande)
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu

El foso liceísta reivindicó esta obra con sutileza y pendiente de los matices; la actitud entregada coincidió con la simpatía que guarda el maestro Pons a esta pieza, que dirigió con un control de la partitura originando las atmósferas suspendidas y los ambientes sombríos de varios momentos. En el plano sonoro, la musicalidad de la obra exige una interpretación pendiente a la complejidad en las ambigüedades tonales, entre otros factores. Pons hizo una lectura recalcando las texturas de los pasajes, pero sobre todo, un trabajo de traducción emotiva del pentagrama a la interpretación; potenció los silencios y las cuerdas graves para la tensión, y buscó los detalles en los tiempos lentos. Agudeza en la sucesión de acordes, en el aporte de color y en la evocación de las emociones fueron las máximas de la dirección musical y del conjunto orquestal, el cual llevó a cabo un ejercicio basado en contrastes sonoros, lectura intimista y expresiones melódicas de gran riqueza tímbrica.

De nuevo, el tándem Ollé-Pons no decepcionó y logró una de las mejores representaciones de la temporada. Una ópera de silencios, en el que todo es sugerido y nada manifestado, contando con un equipo sin fisuras pero que, lamentablemente, parece estar fuera (aún) del gusto/espacio/tiempo del público actual. Una pena que se pierdan esta joya.

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