Gustosa y exuberante para el ojo del espectador, esta vez la propuesta de Gilbert Deflo parece no haber suscitado ningún levantamiento de ceja para los más puristas. Desde luego, no habría motivo para ello. La propuesta de esta Píkovaya Dama o La dama de picas es preciosista y copiosa en cuanto a imágenes en escena, además de ser rotundamente fiel al espíritu clásico del libreto de la historia (original de uno de los padres del nacionalismo ruso, Aleksandr Pushkin). Pero puesta en práctica, la dirección artística no nos presenta nada nuevo. Nos trasladamos directamente a los tiempos zaristas, a las puertas de lo decimonónico, y nos adentramos en los salones moscovitas con aires afrancesados. Mucho vestido, mucha pomposidad, mucho candelabro. Pero el planteamiento no va más allá, y lo deja claro desde el primer momento. Llamativo es que sea uno de los montajes liceístas más caros para acabar aspirando a ser, eso, algo coquette y nada más.
Obra totémica la de los hermanos Chaikovskiï, que engloba temáticas varias (desde las fantasmagorías a las escenas populares) subrayando en todo momento el eje vertebral; un relato sustentado en la premonición, en lo mortuorio, que nada entre aguas del poder y la locura con especial énfasis a la decadencia psicológica de sus personajes, continua y compartiendo un destino fatal. Tres actos en nueve cuadros enmarcados en unos siempre presentes paneles negros que dividen el escenario y las escenas, a modo de tríptico y ejecutando sus movimientos en forma de guillotina móvil. Este es el marco fatum en el que William Orlandi recrea las fantasías escénicas así como el vestuario entre clasicista y romántico, con una iluminación muy marcada dramáticamente de Albert Faura.
En cuanto a la vertiente musical, la oleada de caídas en el reparto (anulación de Sondra Radvanovsky, Serena Sáenz, Martin Muehle y Dolora Zajick) no rebajó la calidad del espectáculo. Es más, la incorporación de la soprano Lianna Haroutounian en el papel de Lisa nos dio los mejores momentos de la noche, así como su compañera de escena, la mezzo Elena Zaremba como la Condesa. Las dos se disputaron el protagonismo de la noche; Zaremba despuntó sobre todo en un segundo acto, en el que su presencia y carga motiva potenciaron su intervención con brillo y siendo contundente. Y Haroutounian cuenta con un timbre de voz meloso pero contundente, sumado a la interpretación dramática y a su proyección, encetó los contrastes sonoros de su rol. La misma o más con la que contaba el tenor Yusif Eyvazov, quien dio vida a Hermann. Claridad y potencia interpretativa constante en una carrera de fondo que representa la obra de Chaikovskiï. Mención especial, entre los múltiples personajes de la obra, para David Alegret como Txekalinski y Lena Belkina como Polina.
Mucho más fría la lectura dada por la batuta de Dmitri Jurowski quien, a pesar de contar con una obra repleta de contrastes e intensidades orquestales y corales, no pareció mezclarse con la dirección de los temas principales con la orquesta. A pesar de momentos de distanciamiento en la lectura de partitura, guió a una orquesta entregada, especialmente en la sección de vientos. Los pasajes orquestales fueron intensos así como abruptos, subrayando las disonancias y las armonías cambiantes de ciertas escenas, potenciando la inestabilidad de los personajes. Marcada complicidad de un foso denso con la intervención coral (esencialmente como papel moralista), aunque lamentablemente la plantilla de Pablo Assante no llegó a brillar. El trabajo del conjunto transitó por las fanfarrías, los juegos instrumentales, los ritmos populares y por coros ortodoxos, mostrando una vez más la calidad de la Sinfónica del Liceu.
Una novela lírica que finaliza con un triplete de muertes; el amor, la salud y la vida como tríptico final. Un as que podría haber sido ganador, pero que se ha quedado a media partida de ganar.