Posiblemente, la reposición de esta producción de Rigoletto, firmada por el propio Liceu y el Teatro Real de Madrid, sea una de las mejores producciones liceístas de este año. Como poco, ha sido un acierto rotundo. No solamente su maldición le persigue, sino que el personaje, junto a su drama, trae consigo una larga admiración por cantantes y público. Siendo uno de los títulos más populares en la historia operística, el proyecto ideado por Monique Wagemakers muestra la inmoralidad y lo grotesco de ésta, así como el abuso y lo claustrofóbico de su empleo deliberado. Todo ello de forma sencilla, nada artificiosa; siendo un desnudo integral de los personajes, de sus historias y sobre todo, de las vergüenzas del ser humano. La casa catalana acoge por segunda vez este imaginario de Rigoletto, víctima y verdugo, en un espacio tan enigmático como clarividente, convertido en cuadrilátero procesal y prueba hasta dónde pueden llegar los límites de la ambición.

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Sara Bañeras (Condesa de Ceprano) y Benjamin Bernheim (Duque de Mantua)
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu

Una reflexión clara sobre la moralidad (o inmoralidad) y un retrato de los no-límites del poder, corran los tiempos que corran; no sabemos cuándo discurre el drama ni dónde, pero menos es más, y así lo demuestra el trabajo de Wagemakers y de Michael Levine, escenógrafo al cargo. Dar forma de manera acertada a conceptos tan abstractos y atemporales como los que representan estos personajes verdianos, no es algo relativamente fácil. Los protagonistas discurren en una plataforma elevadora; cuatro esquinas (que bien podrían ser sus respectivos mundos) en las que se desintegran poco a poco, observados por un elenco de cortesanos que escudriñan sus actos y que acaban por perfilar una imagen de estrada judicial, siendo unas pequeñas contraluces en sus rostros la única luz que muestran su presencia en escena. La imagen no llega a perturbadora pero poco le queda para alcanzar lo truculento. Eso y el rojo veneciano presente en los vestuarios de Sandy Powell, valedora de varios Oscar, preciosistas a la vez que realistas, se hacen con el protagonismo. Una puesta en escena en la destaca el cromatismo y minimalismo a partes iguales, recreando un ambiente de encierro de inicio a fin. De hecho, no existe espacio escénico ni cuadro en el que entren y salgan. Todos permanecen presos en su propia autodestrucción desde el comienzo de la obra. La sencillez y lo resolutivo de la propuesta hacen de todo un éxito en cuanto a dramaturgia. Una ópera para ser escuchada por los ojos, según palabras de la propia Wagemakers; esencia que se muestra a cada cuadro escénico, con una reclusión atmosférica que no plantea salida alguna, a resultas de un buen planteamiento en montaje e iluminación.

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Christopher Maltmann (Rigoletto) y Olga Peretyatko (Gilda)
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu

En cuanto a la apuesta musical, este Rigoletto cuenta con un elenco de primera división. Un estreno marcado por la dirección de Daniele Callegari, el reclamado barítono Christopher Maltman en el papel del bufón, el fichaje de Olga Peretyatko como Gilda y Benjamin Bernheim en la piel del Duque de Mantua. Esta tríada demostró en la noche de ayer en qué división juegan; su reclamo es entendible partiendo de un ejercicio lleno de lirismo, control en la ejecución, dominio del fraseo y un profundo conocimiento de los roles. Las voces de la venganza, el amor y el poder se entrelazaron para interpretar al punto una partitura plagada de dinamismos y melodías. Maltman destacó por su ejecución y timbre particular (siendo algo tronado y por demanda del personaje), teniendo en cuenta la exigencia que representa el personaje. Tanto su potencia como su proyección dejaron el listón alto para el próximo Rigoletto que pase por aquí. Los metálicos y agudos de Peretyatko le siguen, logrando momentos preciosistas, pero a veces con problemas para ser perceptibles, ya que las exigencias escénico-interpretativas en algunos momentos restaban cuidado en su proyección. Bernheim se mostró cómodo en el papel del duque narcisista, ligero en el fraseo y detallista y expresivo en el timbre. Tal y como se presumía, el entrecruzado juego de voces ofreció más de un momento brillante en el estreno.

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Christopher Maltman (Rigoletto)
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu

Cierto es que Callegari, a parte de desenvolverse a gusto en la orquesta, dominando la línea romántica, ayudó a reorganizar las voces y estabilizarlas a la masa orquestal. El planteamiento espacial, a pesar de ser fantástico, planteaba una problemática: el espacio abierto no suele ser un buen compañero para las proyecciones de los cantantes, y estos tuvieron que estar muy pendientes en los momentos escénicos poco holgados. Callegari sirvió de estela y acabó por representar una interpretación de contrastes. El coro tuvo también un papel destacado y muy notorio, haciendo a su vez de custodios del suspense y de acompañantes coreográficos, dominado solamente por voces masculinas. 

Efectivo y eficaz, a este Rigoletto no le ha hecho falta presentarse con una deformidad física, sino que la deformidad o carencia se hizo visible en cada acto perpetrado por las intenciones de estos seres maldecidos.

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