Raro es que una obra del siglo XX inaugure una temporada en el Gran Teatre del Liceu, especialmente esta joya musical, crítica y poco representada, a partir de las notas de Strauss y la escritura de von Hofmannsthal. Tándem musical histórico que promovió con radicalidad la crítica en el espacio escénico-cultural de su época. La lectura propuesta por la dirección de Katie Mitchell no se aleja mucho del principio vertebral de la obra. Una vez más, Mitchell, quien ya forma parte de la gran familia del Liceu, muestra una lectura vigente: la crisis presentada en toda institución cultural, que no es otra que la confrontación de sus antagónicos, el arte y el poder. Talento versus capital, mito versus realidad, comedia versus tragedia. Y mil opuestos más que conforman el mundo del artista y su mecenas, o en definitiva, el arte y la vida. La reflexión inicial y final de esta obra, así como su visión escenificada por esta producción, orbitan alrededor de estos dos gigantes.

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Ariadne aud Naxos en el Liceu
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu

Un contenido que surca la crisis pero que la convierte en sátira. Un escaparate perfecto para ver reflejado las contradicciones y la convivencia de dos mundos contrapuestos, a los que no les queda otra que compartir espacio para sobrevivir. El metateatro implícito de Ariadne auf Naxos da juego a muchas posibilidades escénicas que el equipo de Mitchell ha sabido definir con éxito. Una escena delimitada por dos espacios bien custodiados de la mano de Chloe Lamford; por un lado, la tragedia, de la mano de los serios personajes del Compositor, Ariadne y las musas entre otros, y por otra parte, todo el tropel de la Commedia dell’arte encabezados por una vitalista Zerbinetta, defendiendo el territorio bufo. Un surtidor de individuos en un mismo cuadro; un salón pomposo de aquel más rico de la ciudad a elegir, separados por una sutil cortina pero con una distinción estética muy bien definida. Una miscelánea visual que une seriedad formal y electro-pop gracias al vestuario lumínico ideado por Sarah Blenkinsop y el espacio luminoso hecho frontera por James Farncombe. Coherencia en el equipo artístico con un buen trabajo actoral, aunque con alguna salida menos clara a nivel dramatúrgico, como la de presentar una Ariadne embarazada. Cierto es también que Mitchell no renueva en efectos escénicos. Ya vimos ese slow motion en Lessons in Love and Violence, así como los momentos de tensión protagonizados siempre por una pistola (?). Véase como una firma de estilo o como un recurso efectivista, que no efectivo, de resolver el plano. Llamativo fue también el discurso interlineal de los géneros fluidos, en los que varios de los personajes masculinos se presentaban con perfiles femeninos y viceversa. Idea dúctil para la escena, pero marcando también discordancias con la obra por los esteriotipos inapelables de esta.

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Los personajes de la tragedia y de la Commedia dell'arte de la ópera de Strauss
© Davdi Ruano | Gran Teatre del Liceu

A nivel musical, no hubo la misma amalgama de impresiones pero sí ciertas diferencias de nivel. La indiscutible de la noche fue la americana Samantha Hankey, quien se presentó resuelta en el papel del Compositor con un fraseo ágil y quien se ganó la atención de los espectadores en la noche del estreno. Competía con una Zerbinetta coqueta y admirada, a quien le daba voz la soprano vasca Elena Sancho Pereg. Llenó al personaje de vida con coloraturas bien logradas y abordó los trinos y otros adornos con facilidad. Miina-Liisa Värelä dio vida a la prima donna, Ariadne, quien en principio iba a representar una lesionada Iréne Theorin. Llevó a cabo la parte más robusta de la trama, cargada de arias y de más destello lírico, rompiendo definitivamente con una primera parte y un prólogo eminentemente dialogado. Poco destacó Nikolai Schukoff como Baco, donde el austríaco tuvo problemas para llegar con precisión y tuvo que echar mano discretamente de agua para seguir con el ejercicio.

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Elena Sancho Pereg brilla en el papel de Zerbinetta
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu
Josep Pons acompañó a las voces y dirigió una orquesta de cuarenta músicos con espíritu de cámara. Conjugó ágilmente las formas musicales de la partitura de Strauss, entrelazando líneas totémicas con líricas, siempre bajo el manto de la finura tímbrica. Los contrastes musicales de la representación se dieron especialmente en la segunda parte de la ópera. Y la complejidad y riqueza de la unión de estos dos mundos sonoros se encontró justo en la conjugación del lirismo y expresionismo, abordado como en “Als ob man das nicht wüsste” o como en los acordes descriptivos y los simbolismos encontrados en varios instrumentos relacionados con los personajes.

Ariadne auf Naxos como espejo en el que quizá muchos de los asistentes del estreno, mayoritariamente representantes de la cultura, se pudieron observar. Espejo definitorio del mundo de la farándula con acidez crítica, del ayer y del hoy. Quizás más de uno llegó a esbozar algún parentesco; dejemos a parte si para bien o para mal. El arte y la vida, decíamos.

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