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Ópera
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

‘Siegfried’, más difícil todavía

El tenor Andreas Schager es el gran triunfador de un espectáculo en el que el Teatro Real vuelve a hacer gala de su capacidad para sortear cualesquiera dificultades

Andreas Schager como Siegfried, el héroe que logra forjar la espada Nothung.
Andreas Schager como Siegfried, el héroe que logra forjar la espada Nothung.Javier del Real
Luis Gago

Rebobinemos. Otra vez, al igual que hace un año. Entonces había que enlazar, en una pirueta temporal, el final de El oro del Rin con el comienzo de Die Walküre, que fue la última ópera en representarse en el Teatro Real antes del drástico apagón cultural y social del mes de marzo. Al final de la primera jornada no había ya rastro de los dioses instalados en el flamante Valhalla, donde los dejamos al final del prólogo hace ahora dos años, sino que asistimos al severo castigo impuesto por Wotan a su díscola hija Brünnhilde, condenada a dormir en lo alto de una roca rodeada de un fuego protector y disuasorio hasta que un hombre que no conociera el miedo acudiese a salvarla. Y es el héroe que da título a la segunda jornada que ahora se representa, Siegfried, quien, en la última escena del drama, obrará la proeza. Él, fruto de la unión incestuosa de dos hermanos (Siegmund y Sieglinde), acabará en brazos de una hermanastra de su madre: en el Anillo, todas las pasiones se solventan en casa.

Siegfried

Música de Richard Wagner. Andreas Schager, Andreas Conrad, Martin Winkler, Okka von der Damerau, Tomasz Konieczny y Ricarda Merbeth, entre otros. Orquesta Titular del Teatro Real. Dirección musical: Pablo Heras-Casado. Dirección de escena: Robert Carsen. Teatro Real, 13 de febrero. Hasta el 14 de marzo.

En Siegfried reaparece, convertido en dragón, el gigante Fafner, que había matado a su hermano Fasolt en El oro del Rin, a la vez que lo hace otra pareja de hermanos, Mime y su explotador, Alberich, aunque sólo este último llegará con vida a Ocaso de los dioses. También resurge Erda, madre de Brünnhilde (y las tres nornas), la presciente diosa de la tierra que sigue intentando sin éxito aleccionar a Wotan, ahora en su avatar del Viandante, un errabundo que vaga por la tierra interfiriendo en las vidas de los humanos. Con consecuencias nefastas, como tendremos ocasión de comprobar dentro de un año. Esta producción, que se representó originalmente en Colonia en tan solo dos días, aquí dilata las diversas entregas de un invierno a otro.

Más que por las relaciones entre unos y otros personajes, o por las inequívocas resonancias políticas de la trama, su director, Robert Carsen, parece interesado en plantear lo que podría calificarse de una puesta en escena ecológicamente correcta. Ya los desechos que acogían a las hijas del Rin al comienzo de la tetralogía apuntaban a señal de advertencia de lo que nos aguarda de aquí a nada a los hijos del Antropoceno. El problema es que en Wagner se acumulan las capas de significado y no es recomendable ceñirse únicamente a una de ellas, por más que deje imágenes poderosas y fáciles de recordar, como esa caravana desvencijada en que malviven Mime y Siegfried rodeados de porquería en medio de un no-bosque, cuyos árboles aparecen desmochados en el segundo acto y en el que hasta el pájaro que ilumina al héroe yace muerto en el suelo. El ocaso de los dioses es una metáfora del fin de la naturaleza y otro de los aciertos de Carsen es representar a Fafner como una enorme excavadora que se abre paso con una luz bífida y hace descender, amenazadora, una cuchara doble: un gran símbolo de disrupción que invade la tierra, la perfora y destruye cuanto encuentra a su paso. Carsen minimiza, en cambio, el fuego final, retomado del que pudo verse al final de Die Walküre, y la heroicidad de traspasarlo, dos elementos dramatúrgicamente esenciales y resaltados sobremanera por Wagner en su música. El canadiense plantea luego el grandioso dúo final de Brünnhilde y Siegfried como un extraño caso de amor ígneo, incandescente, a una distancia muchísimo mayor de la que ahora nos recomiendan guardar entre desconocidos, que es lo que son aún, al fin y al cabo, los dos amantes a pesar de su consanguinidad.

Martin Winkler (Alberich) y Tomasz Konieczny (Wotan) durante el segundo acto.
Martin Winkler (Alberich) y Tomasz Konieczny (Wotan) durante el segundo acto.Javier del Real

Wagner es siempre una carrera de fondo (componer el Anillo también lo fue para el alemán) y Pablo Heras-Casado inició esta tetralogía madrileña como un corredor novel. Está aprendiendo casi sobre la marcha, pero Wagner siempre pasa factura de una u otra manera, aun a los veteranos. Hay en su lectura algunos defectos que se repiten. El más perjudicial, en una ópera angulosa y por momentos efervescente como Siegfried, es que demasiados diseños rítmicos (sobre todo los que incorporan puntillos) suenan romos, borrosos, en vez de nítidos y afilados, y la confusión se acentúa aún más cuando Wagner superpone ritmos diferentes. También es frecuente que la orquesta suene con un exceso de volumen, pero con una notoria falta de densidad. El acto mejor dirigido fue el segundo, aunque aquí asomaron asimismo pasajes grises, casi negros: el final de la escena de Fafner, el diálogo entre Mime y Alberich, la música que acompaña a Siegfried cuando tiene ya ante sí los cadáveres de los dos primeros y el final del acto, resuelto dinámicamente a empellones. Y hay momentos por los que Heras-Casado pasa casi de puntillas, como el final de la escena segunda y el comienzo de la tercera, ambos en el primer acto, con Mime en solitario. Las discontinuidades en Wagner también se pagan caras. En general, falta que todas las notas tengan un sentido y sirvan a un propósito, no simplemente que suenen donde les corresponde, porque la orquesta del alemán no es nunca ni aditamento ni una mera colcha sonora de las voces, sino, como poco, conarradora de todo cuanto sucede (o ha sucedido). Con demasiada frecuencia se tiene la sensación de escuchar más una lectura correcta de las notas (lo cual no es mérito pequeño) que una interpretación significante, y esto es también de aplicación a los tres preludios de cada acto, donde todo queda, más si cabe, en evidencia.

El director granadino tiene la suerte de contar con dos bazas que juegan a su favor y disimulan no poco sus carencias: una orquesta entregada y un reparto vocal muy experimentado, curtido en mil batallas wagnerianas. La primera hace un enorme derroche de facultades, a pesar de haber tenido que exiliar, por mor de las restricciones sanitarias, a parte de sus instrumentistas a los palcos de platea, una solución que –salvo en lo que respecta a la audibilidad de las arpas, que pueden proyectar su sonido mucho peor que trompetas, trombones o tuba– funciona sorprendentemente bien. La cuerda, muy especialmente exigida en esta ópera, por si no bastara con la extenuante partitura que les reserva Wagner, ha de tocar con el cansancio añadido que se deriva de tener que hacerlo con mascarillas. El largo y expuestísimo solo del tercer acto de los primeros violines fue un ejemplo, fácilmente audible para todos, de la calidad que es capaz de atesorar. Las maderas, uno de los puntales de la formación, se lucieron sobre todo en el segundo acto y los metales estuvieron muy seguros en todo momento, a pesar de la referida escisión de la sección. El temible solo de trompa del mismo acto (mientras Siegfried sopla absurdamente una pequeña trompeta, una de varias incongruencias de Carsen) fue tocado con verdadero virtuosismo y musicalidad desde un lateral del escenario por Jorge Monte de Fez. Y Álvaro Vega toca bien hasta cuando lo hace mal adrede a fin de imitar el sonido del tosco y, como pide Wagner, “chillón” caramillo de Siegfried en el segundo acto. La creciente presencia de jóvenes en las filas de la orquesta (aparte de varios atriles de la cuerda, segundo y tercer fagotes, segundo y tercer clarinetes, clarinete bajo, tercer oboe y un tuba sobresaliente en una parte también intimidante) es una extraordinaria noticia de cara al futuro. En muy pocos teatros de ópera puede oírse una prestación orquestal de tanta calidad y con tanta homogeneidad en todas sus secciones.

Ricarda Merbeth (Brünnhilde) y Andreas Schager (Siegfried) al final de la ópera.
Ricarda Merbeth (Brünnhilde) y Andreas Schager (Siegfried) al final de la ópera.Javier del Real

Por lo que hace a los cantantes, Andreas Schager y Ricarda Merbeth fueron también Siegfried y Brünnhilde en el Anillo completo en versión de concierto que, como único sucedáneo posible de la cancelada nueva producción dirigida por Calixto Bieito que iba a estrenarse a lo largo de 2020, se ofreció el pasado mes de noviembre en la Ópera de París. Y las impresiones que dejan ahora tenor y soprano son muy similares, aunque allí contaron con una dirección muchísimo más wagneriana de Philippe Jordan. El austríaco es un Siegfried pletórico, que sobrevive a todas y cada una de las inclementes exigencias wagnerianas con desparpajo y –seguro que solo aparente– facilidad. Disfruta dando vida al personaje, se transmuta en él y se diría incluso que le ayuda a rejuvenecer. Cuando parece imposible que llegue con fuerzas suficientes al tercer acto, vuelve a hacer otra exhibición de energía y canto matizado, exactamente igual que pasó en Berlín cuando encarnó a Tristan en una nueva producción de Tristan und Isolde en la Staatsoper en 2018. En un papel de menor entidad que en Die Walküre (aquí canta tan solo en la media hora del dúo final), Ricarda Merbeth muestra idénticos problemas en la zona aguda y en el forte, donde la voz suena destemplada y tirante. No obstante, se nota que conoce el lenguaje y el estilo, que domina el personaje y sabe cómo cantarlo, pero la voz no siempre le acompaña. Schager la eclipsa, aun sin quererlo, pero pocas sopranos pueden resistir el embate de la avasalladora energía del austríaco. Oírle cantar este Siegfried justifica por sí solo las cinco horas invertidas y fue, con mucho, el artista más aclamado de la noche. Ojalá que vuelva a visitarnos el año que viene en Götterdämmerung, porque la sola presencia de este superdotado garantiza una gran velada wagneriana.

A pesar de su breve intervención al comienzo del tercer acto, Okka von der Damerau, ella sí en su esplendor vocal, ha dejado una extraordinaria impresión como Erda, un papel que ya había cantado en Múnich y Viena. Su escena (la única en un interior en una ópera de exteriores), con una inolvidable manera de decir “Las acciones humanas ensombrecen mi espíritu”, queda en la memoria de lo mejor y más sutil que se ha escuchado en el estreno, aunque no le andan muy a la zaga ni el escurridizo Mime de Andreas Conrad ni el desalmado Alberich de Martin Winkler, ambos cantados con enormes dosis de sabiduría e intencionalidad wagnerianas. Son personajes psicológicamente antipáticos, detestables incluso, pero de enorme riqueza musical y dramatúrgica. Conrad llenó de humor y dinamismo escénico su interpretación, aunque a veces faltó que la orquesta le siguiera con el brío, el empuje y, sobre todo, la capacidad de sorpresa que exige la comicidad. Winkler, sin exagerar nada, dibuja con tres o cuatro brochazos los principales rasgos del voraz nibelungo. Tomasz Konieczny estuvo mucho más entonado como el Viandante/Wotan que en Die Walküre, aunque es un cantante que tiende hacia la asepsia expresiva, con un canto un tanto rocoso, al que le cuesta tornarse maleable. Le faltó algo más de furia en el comienzo del tercer acto, pero luego dio buena cuenta de su diálogo con Erda. En general, el polaco brilla más en el Wotan mayestático que en el contaminado de las pasiones y bajezas humanas. Al final, fue aplaudido con más generosidad que el año pasado, cuando su alicorta Despedida de Brünnhilde dejó un sabor agridulce. Correcto, sin más, el Fafner de Jongmin Park, al que le habría venido bien el apoyo de un “fuerte megáfono” como el que sugiere Wagner en el libreto. Desde lo alto de un lateral del anfiteatro, Leonor Bonilla, en fin, fue un pájaro del bosque más bienintencionado que acertado, con dicción poco clara y fraseo demasiado cuadriculado.

Okka von der Damerau como Erda en la primera escena del tercer acto.
Okka von der Damerau como Erda en la primera escena del tercer acto.Javier del Real

Siguiendo con su particular crescendo desde La traviata del pasado mes de julio, y tras el paréntesis que se antoja casi apacible de la inminente Norma, el Teatro Real volverá a ponerse a prueba en abril, y de qué manera, con Peter Grimes, cuyo omnipresente e irrenunciable coro (ausente en Siegfried) obligará a añadir una cabriola más a las acrobacias logísticas e imaginativas que están siendo necesarias para conseguir salvar todo lo salvable de la actual temporada. Las tres se representan o se ensayan simultáneamente en estos días. El gallardo e intrépido Siegfried parece un buen modelo de cómo proceder ante el peligro o la adversidad. ¿Quién dijo miedo?

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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