Hay cuentos y cuentos. Desde luego, Les contes d’Hoffmann que ha estrenado el Gran Teatre del Liceu no tiene edulcorantes, ni mucho menos un final feliz. La obra de Jacques Offenbach es un paseo por tres relatos fantásticos recorridos por la figura de E.T.A. Hoffmann, prototipo de poeta romántico en quien se inspiró, y con una estructura musical compleja y prácticamente sin reposo. Pero esta reposición que firma Laurent Pelly no contempla ni un ápice de comicidad o frivolidad, ni casi presta atención al sustrato de crítica social del compositor. La mirada proyectada a través del pobre Hoffmann es descarnada, siniestra, oscura.
La idea de Pelly, sin embargo, se decanta por representar el mundo interior del Hoffmann-poeta y no tanto el del Hoffmann-personaje; se centra en la figura vertebral que sirvió de inspiración y la adopta contextualizándolo de nuevo, viendo su reverso. Ahora, la figura del propio Hoffmann se desgrana poco a poco a través un periplo lleno de juegos de dualidades, proyecciones que van más allá y reflejos engañosos, en los que el cliché romántico de el arte surgido del sufrimiento está presente en cada momento, siendo la justificación de todas sus fantasías y desgracias. El simbolismo es esencial en esta lectura; se conecta aquí el mundo de Hoffmann con el del pintor simbolista Léon Spilliaert, dando rienda suelta al tenebrismo y a la expresión áspera, de formas simples, pero con la capacidad de difuminarse y convertirse en otra cosa. Ese estar y no estar es lo que lo eleva a otro nivel. La música se encarga de mostrar ese realismo fantástico de Offenbach y asociarlo con el contexto del poeta romántico. Pelly construye un espacio mental y creativo para ello, en el que la duda sobrevuela: ¿hasta dónde la realidad y la ficción?
La escenografía de Chantal Thomas acabó de darle forma al concepto; arquitecturas simples y grandes estructuras móviles, en las que la simetría y la profundidad tienen un papel destacado a la hora de recrear ese mundo quebradizo y casi sobrenatural. La iluminación de Joël Adam es la otra baza fundamental para potenciar esa atmósfera, en el que se potencian las reiteraciones de los personajes, las diferentes personalidades que forman un mismo cuerpo y en definitiva, la visión de cosas que no están presentes entre ellos. Un trabajo milimétrico a nivel conceptual, que acaba teniendo un efecto (y un efectismo) inmejorable.
La producción requería de una gran variedad de voces, y todas ellas de primera categoría, para poder defender las resoluciones que plantea la partitura de Les contes. John Osborn hizo una carrera de fondo como tenor en el papel de Hoffmann; rindió y aguantó el ejercicio hasta el final, ciñéndose al patetismo que requería su personaje, sin balancearse demasiado en el idealismo que lo achaca.
La lectura de Riccardo Frizza, quien estuvo al mando del foso orquestal, fue bastante más rítmica de lo habitual para esta partitura francesa, pero logró buenos resultados e hizo notar el empuje de la ironía y la ansiedad de las líneas melódicas de la música con otro tinte. Un prólogo, tres actos y epílogo (con secciones habladas inclusive) de puro espectáculo visual y musical. Hoffmann creyó que el arte reflejaba la realidad; nosotros confirmamos que sólo le da la mejor de las formas.