La Traviata vuelve al Met, con una Aleksandra Kurzak irreconocible

La Traviata

Los accidentes son posibles. Lo inesperado puede acontecer, y cuando pasa, deja un rastro de estupor e incredulidad. Eran muchos los que acudieron el pasado jueves al Lincoln Center para disfrutar de la lujosa producción de la Traviata de Verdi, que ya se estrenó la temporada pasada con Diana Damrau y Juan Diego Flórez. En esta ocasión, la pareja protagonista estuvo compuesta por Aleksadra Kurzak y Dmytro Popov. Ambos firmaron una actuación cuanto menos discutible.

La puesta escena que Michael Mayer, con sólo un año de vida, ya parece anticuada. Público y crítica recibieron la temporada pasada esta producción con sentimientos encontrados. Es verdad que la historia de Violetta Valery merece el lujo y el colorido que Christine Jones pone en escena. Sin embargo, la saturación cromática del vestuario de Susan Hilferty, junto a la pesada iluminación de Kevin Adams, hace que la propuesta sea agresiva para el espectador, como el primer cuadro en casa de Violetta. Los figurines de Hiferty llegan a ser un obstáculo para la comprensión de la trama, como el impertinente atuendo de Giorgio Germont en el segundo acto. Siguen gustando mucho las evoluciones aéreas del ballet encabezado por Garen Scribner y Sara Mearns, en el segundo acto.

No ha acertado la directora de escena Sarah Ina Meyers en su empresa de hacer brillar una vez más el montaje. Haría bien el Met en alquilar los oropeles de esta Traviata y airearlos por otros teatros que se presten a su exhibición, porque Nueva York no parece responder más a sus estímulos.

Después de la gran versión de Yannik Nezet-Seguin, esta vez es el gibraltareño Karel Mark Chichon quien dirige el foso, con una orquesta titular a la que hay que zarandear para que se sacuda la herrumbre de tantas traviatas (esta fue número 1,030 desde su estreno en el Met en 1883). Lo consigue Chichon, que hizo que el foso concitara más interés artístico que lo que ocurría sobre las tablas. Incluso el coro de Donald Palumbo, que comenzó el primer acto con brusquedad y poco compromiso, terminó brillando a su mejor nivel gracias a su batuta asertiva e implacable corrigiendo excesos. Las apariciones de Chichon en Nueva York se cuentan por éxitos, y es lógico que haya muchos buenos aficionados que lo esperen y lo sigan aquí con atención.

La Traviata
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Por lo demás, la mayor sorpresa fue la decepcionante actuación de Aleksandra Kurzak; con problemas de afinación y colocación, un abuso cacofónico del falsete y feos apoyos para mantener una línea endeble que no le permitía conectar con el personaje. Su primer acto sólo pudo calificarse de fallido. Gracias a su técnica y experiencia, la Kurzak consiguió evitar una catástrofe en el segundo acto, mientras que su tercero, irrelevante vocalmente, contó con un gran interés dramático. Su encarnación de la Violetta enferma y moribunda es de las más potentes y creíbles que ha visto el Met en mucho tiempo. Lástima que la cálida belleza de su timbre cayera en el vaso roto de un canto que obtuvo el premio del público, pero no lo mereció. Esperemos que la voz de la Kurzak recupere sus cauces, y la artista vuelva a brillar. La soprano polaca es una de las grandes, por lo que sabemos que lo que vimos en el Met el jueves fue tan sólo un accidente.

Los accidentes son posibles. Lo que no es ningún accidente, sino una peligrosa deriva, son las ovaciones en el Met a cantantes que no están a la altura del escenario que pisan. Si el nivel de exigencia del público desciende, la calidad de los espectáculos en la casa no puede sino resentirse. La Metropolitan Opera, considerada por muchos el mejor teatro de ópera del mundo, corre el riesgo de terminar siendo una caricatura de sí misma, donde cantantes famosos son celebrados canten como canten. Cuidado.

Junto a esta irreconocible Aleksandra Kurzak, vimos como Alfredo Germont al tenor ucraniano Dmytro Popov. Su Alfredo resultó envarado, inane y frío en comparación a la pasión de Aleksandra Kurzak. En el aspecto vocal, Popov tampoco tuvo demasiado que ofrecer. La calidez de su timbre oscuro y varonil se vio velada por un canto nasal. La poca intención en los recitativos sólo se compensó en parte por los timbrados y bien colocados agudos, que resonaron sobre la orquesta de Chichon. Parece que Popov se apunta al carro de los tenores que vertebran sus interpretaciones entorno a los momentos de mayor espectacularidad vocal (con más agudos), descuidando la media voz y la declamación del texto. También fue muy aplaudido.

Tras su éxito en la pasada temporada, el barítono americano Quinn Kelsey volvió a interpretar el papel de Giorgio Germont. Con una gran presencia escénica y un estudiado control del gesto, supo sobreponerse a las trabas de una producción que se ceba con su personaje. La voz, una de las más relevantes de entre las habituales en el Met, volvió a convencer por su tamaño y cavernosidad. Sin embargo, esta vez detectamos un vibrato que resulta molesto de puro acelerado. Es este un defecto en el estilo del hawaiano que siempre ha estado presente, pero que, lejos de enmendarse, cada vez se hace más evidente, y más molesto.

Los comprimarios Trevor Scheunemann (Douphol) y Briam Moore (Gastone) cumplieron pese a sus limitaciones, mientras que Paul Corona fue un compungido Grenvil y Megan Marino lució una voz en forma cantando el personaje de Flora.

La música de Verdi sonó con la pulsión vital que hace de La Traviata una ópera incombustible. Pero la batuta de Karel Chichon tuvo que remar contra una producción estridente y unos cantantes que han disfrutado de noches más felices.

Carlos Javier López