Conmovedora Rusalka en Estrasburgo. Un conflicto entre dos mundos

Rusalka. Foto: Klara Beck
Rusalka. Foto: Klara Beck

La producción de Rusalka, ópera de Dvořák, en Estrasburgo luce a una conmovedora Pumeza Matshikiza y a un imponente Attila Jun, dirigidos por Antony Hermus en una puesta en escena de Nicola Raab.

Si nos introducen Rusalka, ópera de Antonín Dvořák, con una mera descripción de su argumento, seguramente pensemos en un melodrama romántico orientado a conmover al público. ¿Ya en 1901 y aún seguimos con historias de sirenas? Porque esta ópera es la enésima adaptación de un cuento popular bien conocido: una ninfa acuática se enamora de un príncipe humano y quiere sacrificar su cómoda (y eterna) vida submarina para vivir en la superficie. Sin embargo, se trata de una obra profundamente moderna, principalmente gracias al libreto del poeta Jaroslav Kvapil. No olvidemos que Peleas y Melisande ya había sido compuesta, aunque no se estrenaría hasta el año siguiente, y que la música de Dvořák está muy lejos de las innovaciones formales que introduciría Debussy y que marcarían la nueva modernidad musical del siglo XX. Hay que tener en cuenta que el compositor checo ya entraba en la sesentena y, por tanto, era un compositor anclado aún en el XIX. Pero Kvapil, que acababa de cumplir los treinta, supo imbuir de modernidad el clásico cuento de la sirena, dando como resultado una obra donde la historia de amor no es más que el trasfondo del conflicto psicológico de la pobre Rusalka, atrapada entre dos mundos.

La nueva producción de Rusalka, a cargo de la Opéra National du Rhin (OnR) y la Ópera de Limoges, que se está representando estos días en Estrasburgo preserva y enriquece la compleja lectura psicológica de la obra gracias a la puesta en escena de Nicola Raab y la correcta dirección musical de Antony Hermus. Rusalka es aquí una criatura desesperada que en ningún momento es capaz de disfrutar de su amor por el príncipe, ni siquiera cuando le es concedido su deseo de salir del agua para vivir entre los humanos. El precio a pagar por ello es su voz, ausente en gran parte del segundo acto. La Rusalka de esta producción, Pumeza Matshikiza, de cuya voz hablaremos más adelante, es estupenda hasta cuando enmudece, dejando claros en sus gestos y miradas la desesperación de no poder defenderse ante los ataques de la princesa extrajera que quiere robarle a su príncipe.

Nicola Raab entremezcla el mundo de los humanos y el de los seres acuáticos en una escenografía accidentada en la que priman los negros y sobre la que se proyectan vídeos que narran una historia paralela de amor contemporáneo o que evocan el mar. Por ejemplo, la ópera se abre, aún durante la obertura, con una proyección de olas rompiendo en una playa sobre una tela negra traslúcida tras la cual Rusalka se enfrenta a su yo-niña. La proyección está girada noventa grados, de forma que las olas rompen hacia arriba, en vertical, en una clara referencia (si no copia, pues no encuentro los créditos en el libreto) a la magnífica obra de videoarte La Mer de Ange Leccia, expuesta en el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Estrasburgo (MAMCS) y que data de 1991. Las imágenes de clavadistas tirándose desde un acantilado evocan la inmersión del príncipe en el lago, cuando Rusalka lo besa con sus olas. El juego de proyecciones, luces y sombras continúa a lo largo de toda la representación, hasta convertirse en pleno protagonista en el tercer y último acto, aquél en el que Rusalka vuelve al mundo submarino. La iluminación, a cargo de Bernd Purkrabek, es clave en esta puesta en escena, especialmente en aquellos momentos en los que se superponen escenas del presente con recuerdos de cuando Rusalka era niña. La evocación del mar, además de por las proyecciones, se lleva a cabo de forma sutil pero convincente con el desajuste de la escena, llena de planos inclinados en varias direcciones. Nunca se pierde así la impresión de las olas, ni siquiera en las escenas que transcurren en el mundo terrestre. Si algo debemos criticar de esta puesta en escena es el abuso que hace Raab del color negro, algo que ya vimos con los grises cuando presentó Francesca da Rimini en la OnR en 2017. El conflicto psicológico y amoroso de Rusalka es oscuro, vale, y se merece un color tan negro como el destino de los protagonistas, pero ¿no constituiría un reto más interesante preservar la carga dramática manteniendo una gama de azules, por ejemplo? Puede que a Raab esta asociación directa entre las aguas y el color azul le pareciese demasiado banal y obvia, pero diría que lo es aún más la asociación entre negro y drama. ¿Y una puesta en escena fovista?

Rusalka. Foto: Klara Beck

El reparto en cuanto a voces es sobresaliente. Dejan con la boca abierta tanto Pumeza Matshikiza, que interpreta a Rusalka, como Attila Jun, que hace de Vodník, el ondín, padre de la ninfa. La voz de Matshikiza es bella y cristalina. Si bien en los primeros momentos de la obra falló en algún glissando ascendente y mostró descuido en los agudos, nos regaló toda su maestría a partir de que entró en calor en el aria “Měsíčku na nebi hlubokém” (“Luna en el cielo profundo”) del primer acto, conocida popularmente como “Canción de la Luna”, que es el fragmento más célebre de la ópera. Qué voz, cargada de emoción y contenida en el canto, con una dosificación muy elegante de las frases. No le fue a la zaga Jun, que hacía temblar el teatro cada vez que intervenía, con una potencia que justifica plenamente su alejamiento del frente de la escena en varias ocasiones, más allá de la sugerencia de su presencia submarina. Aún con su voz profunda, resonante y con carácter, es capaz de una cuidada y sobrecogedora mezza voce.

Por su parte, Bryan Register, que hace de príncipe, comenzó con un canto tan plano y poco resonante que parecía que estuviese hablando, aunque luego consiguió sacar partido a todo el carácter de su instrumento. Su voz es delicada y justa en los tonos medios y graves, aunque se desajuste un tanto en algunos agudos. Patricia Bardon, que interpreta a la bruja Ježibaba, presenta una voz opaca muy acorde al tono siniestro de su personaje. Su estética en esta producción recuerda mucho a otra malvada bruja del mar, Úrsula, de La Sirenita de Disney, cliché que perdonamos a Raab. Rusalka es al fin y al cabo un “cuento lírico”, por muy psicológico que sea su trasfondo, y como tal resultaría forzado alejarse demasiado de los arquetipos. Rebecca Von Lipinski encarna a una princesa extranjera un tanto estridente aunque de una potencia espectacular. Es muy buena la combinación de voces de las ninfas, hermanas de Rusalka. Agnieszka Slawinska, Julie Goussot y Eugénie Joneau hacen saltar su canto sobre el fondo musical, manejado con precisión por Hermus, como harían sus personajes jugando en el agua.

En definitiva, Raab y Hermus nos traen a Estrasburgo una Rusalka emotiva y profunda, con una puesta en escena muy basada en la proyección de imágenes y cuyo abuso de lo oscuro es el único defecto reseñable. La aparente simplicidad de esta producción contrasta con sus múltiples niveles de lectura y la evocación de lugares comunes como la infancia o el primer amor. Tan comunes como esos personajes sin nombre (rusalka denota genéricamente un duende hembra subacuático) cuya confusión ante un mundo que no comprenden, en el que el Otro parece tornarse en enemigo, no puede hacer mas que conmovernos.

Julio Navarro