La Calisto en Estrasburgo, una magnífica vuelta a los orígenes

La Calisto en Estrasburgo. Foto: Klara Beck
La Calisto en Estrasburgo. Foto: Klara Beck

Es genial contar en una temporada de ópera con alguna pieza barroca. A veces es necesario descansar de tanto coro y recargamiento musical y sumergirse en las sutilidades de los inicios del bel canto. Una de las más célebres es La Calisto, de Francesco Cavalli, estrenada en 1651 y representada estos días en Estrasburgo, en la Opéra National du Rhin. Una magnífica nueva producción con Christophe Rousset como director musical y Mariame Clément a cargo de la puesta en escena.

El argumento de La Calisto, ideado por Giovanni Faustini a partir de Las metamorfosis de Ovidio, está lleno de malentendidos y supone un escaparate de todos los tipos de enamoramientos. La ninfa Calisto, casta servidora de la diosa Diana, se dedica a recorrer los bosques y a cazar, alejada del mundo de los hombres. Júpiter, que ha descendido a la tierra con su hijo Mercurio para arreglar los destrozos que ha provocado Faetón con el carro de su padre Helios, la ve ir en busca de agua y en seguida, haciendo honor a su fama de libinidoso, comienza a cortejarla. Calisto le rechaza y Mercurio urde un plan infalible para ayudar a su padre: que Júpiter se metamorfosee en la diosa Diana, a la que seguro que la ninfa hace menos ascos. Efectivamente, Calisto cae en la trampa y el travestido Júpiter se sale con la suya. A partir de aquí comenzarán a sucederse los enredos hasta que acontece lo ya anunciado en el prólogo, la transformación de Calisto en oso a instancias de la celosa Juno y su nuevo lugar entre las estrellas.

La versión que nos traen Rousset y Clément comienza en un foso de osos de un zoo. El animal, un figurante con un disfraz realmente conseguido, estará presente durante toda la obra, como presagio del final de Calisto. Se paseará por el escenario durante las pequeñas lecciones (sobre los hombres y las mujeres, sobre el matrimonio) que cierran muchas de las escenas, con el personaje que las canta llevando una chaqueta de cuidador de animales. Este decorado de aspecto estático y aburrido, que cierra completamente el escenario, se irá transformando gracias al giro de la plataforma cilíndrica central, concebida por Julia Hansen, a cargo de los decorados y el vestuario. Es impresionante cómo consiguen plasmar tantos mundos en los laterales de ese cilindro central, desde la salita dorada de Juno (Rafaella Milanesi), llena de pavos reales y con decoración a lo “años dorados” americanos, hasta la gruta donde el dios Pan suspira por Diana. Y todo esto sin que el espectador se percate de los cambios, como si en lugar de limitarse a sus 360 grados el cilindro hiciese pasar un rollo de película continua. Este pilar central es también sobre el que se posan al inicio de la obra Mercurio y Júpiter, el primero (Nikolay Borchev) con pintas de adolescente a lo Martin McFly y el segundo (Giovanni Battista Parodi) con aspecto de rico del Monopoly, puro incluido. Al margen del acertado guiño al arquetipo capitalista, actual dios de dioses, el puro servirá como distinción de la Diana travestida frente a la Diana original, ambas magníficamente interpretadas por mezzosoprano Vivica Genaux, que es capaz de diferenciar sin problemas su rol masculino y femenino, no sólo con gestos y muecas sino también con la entonación y la forma de cantar.

La Calisto en Estrasburgo. Foto: Klara Beck
La Calisto en Estrasburgo. Foto: Klara Beck

Aunque algunos personajes vistan de forma moderna, se mantiene una estética tradicional y mitológica en la mayoría de ellos. Diana y Calisto van vestidas con túnica blanca, a imagen de las esculturas clásicas griegas. Especialemente logrado es el vestuario y el maquillaje de los sátiros y sirvientes del dios Pan, que se se desplazan sinuosamente por el escenario sobre sus patas caprinas. Portan unos falos enormes, amarrados en la cintura, explicitando el carácter lúbrico de estos seres del bosque y provocando las risas del público. Especialemente cómica es la comparación con Satirino, interpretado con gracia por el contratenor Vasily Khoroshev, cuyo minúsculo miembro provoca el rechazo de la ninfa Linfea, interpretada en falsete por el tenor Guy de Mey. Clément recupera así el espíritu de la gamberra Venecia del siglo XVII, fuera de las normas morales impuestas en el resto de Europa y cuyos habitantes fueron excomulgados en bloque en 1606. Retoma además el tema del rol de la mujer frente a la sexualidad que ya exploró la temporada pasada con La prohibición de amar, también en la Opéra National du Rhin.

Otro elemento indispensable de la escena es la fuente, que deja fluir el agua en varios momentos de la representación y a la que Calisto se acerca ávida antes de ser abordada por los dioses. La interpretación que hace la soprano rusa Elena Tsallagova de la ninfa es muy emotiva, especialmente en el precioso diálogo con Júpiter, al final de la obra. Su clara articulación y la forma de redondear el final de las frases pone los pelos de punta. Igualmente emotivo aparece el contratenor Filippo Mineccia, que hace de Endimión, el único personaje plenamente mortal y humano de la obra y la viva representación del amor puro sin carnalidad, hacia la diosa Diana.

En cuanto a la música, Rousset conduce la pequeña orquesta dando su toque personal, poniendo de relevancia los conflictos sexuales y de identidad que subyacen en la obra. Cavalli no dejó escrita ninguna anotación sobre el tempo, por lo que cada director lo ha adaptado siguiendo su propia concepción de la obra. Muchos eligen un tempo rápido para reforzar el carácter cómico y dar más ligereza a los personajes. Aquí se ha elegido lo contrario, un tempo más lento, para que no se pierda la gravedad de la historia de Calisto, que paga injustamente por las infidelidades del dios de dioses. Rousset además interpreta él mismo algunos pasajes al clavecín y al órgano.

Rousset ha querido abordar esta ópera volviendo a la concepción original de Cavalli. Por ejemplo, la falsa Diana es interpretada por la misma actriz que hace de la auténtica, como al parecer era en las primeras representaciones. Raymond Leppar, responsable del renacer de La Calisto a principios de los setenta, inicia la tradición de que el barítono que hace de Júpiter sea también quien interprete en falsete su trasunto, perdiendo fuerza la alusión a la posible homosexualidad de la ninfa. Mucho hubiese sido ya que, en estos tiempos que corren, el lúbrico Satirino fuese interpretado por un niño, como sí ocurría en la obra original. Aunque sí que podría haber puesto a una mujer como Linfea para completar la vuelta a los orígenes, devolviendo seriedad al conflicto virginal del personaje. Pero claro, ¿quién se resiste a arrancar una sonrisa del público, especialmente si conocen la tradición de las viejas enfermeras de Monteverdi? Además, en el discurso de Linfea, Rousset escoge un tempo especialmente lento para que el travestismo no devenga histriónico y mate lo que tiene de serio el que, junto con Satirino, es el personaje más cómico de la obra.

Y es que en esta nueva producción de La Calisto, Rousset y Clément han sido capaces de encontrar el equilibrio justo entre el drama y la necesaria comicidad de una de las primeras óperas de la historia que empezaban a depender de la opinión del gran público, y no sólo del juicio de la nobleza y la corte. Ofrecen un espectáculo fresco y variado, con una escenografía sencilla pero dinámica, insuperable en la evocación de un mundo en el que dioses, hombres y animales se mezclan y confunden. Una de las mejores, si no la mejor, representaciones de esta temporada en Estrasburgo.

Julio Navarro