Salomé en Estrasburgo: un viaje de sexo y muerte en busca de lo absoluto

Salomé en Estrasburgo. Foto: Klara Beck
Salomé en Estrasburgo. Foto: Klara Beck

El telón abierto. De fondo, una pared de ladrillos, como de un callejón sombrío, su tono oscuro interrumpido por el verde de una señal luminosa sobre una salida de emergencia. En el centro de la escena, tres chicas voluptuosas, con tacones altos y vestidos de gasa negra que ocultan poco sus formas, pintan de rojo a un hombre fornido y barbudo en taparrabos. A la derecha, una figura de Cristo crucificado sin cruz, tirada por tierra. Esto es lo que el público encuentra en escena mientras se acomoda para asistir a una representación de Salomé, de Richard Strauss, con puesta en escena de Olivier Py y bajo la batuta de Constantin Trinks, en la Opéra National du Rhin. Las chicas colocan unas alas rojas sobre el barbudo, todos desaparecen de escena, se atenúan las luces y comienza esta ópera sin preludio, esta obra a caballo entre la herencia romántica y wagneriana y la modernidad, en una versión capaz de dejar al espectador en vilo durante toda la representación y de preservar la audacia del libreto original.

La obra fue adaptada por el propio Strauss a partir de la tragedia homónima de Oscar Wilde, basada a su vez en el episodio bíblico de la muerte de San Juan Bautista. Este profeta, que recibe aquí el místico nombre de Jochanaan, es encarcelado por Herodes Antipas, hijo del famoso asesino de inocentes y tetrarca de Perea y Galilea por aquel entonces. En la Biblia (Marcos 6:14-29 y Mateo 14:6-12), Herodes promete a su sobrina, hija de Herodías, su esposa actual, que le dará lo que pida tras haber sido seducido por su baile. “Hasta la mitad de mi reino”, dice. La muchacha, pide la cabeza del prisionero profeta sobre un plato, acicateada por su madre, a la que el Bautista maldecía por haberse casado con su ex-cuñado. Herodes entonces, muy a su pesar por considerar que algo de santo tenía el pregonero del Mesías, lo manda decapitar.

Flavio Josefo esclarecería el nombre de la indolente sobrina, Salomé, y la tradición romántica, fascinada por tan pasional figura, la presentaría como enamorada del profeta y rechazada por él. La imagen del beso a la cabeza sin vida la introduciría Heine en su Atta Troll. Oscar Wilde recoge todos estos elementos para crear su obra, haciendo que la promesa preceda al baile para aumentar la tensión dramática. El resultado contaprone lo sagrado a lo profano a través de unos personajes cuya complejidad fascinó a Strauss cuando vio la obra representada por primera vez.

Han pasado ya cuarenta años de la última representación de Salomé en Estrasburgo, una ciudad relevante en el desarrollo de esta ópera. Resulta que aquí se reencontraron Mahler y Strauss el 22 de mayo de 1905, con motivo de la primera edición del Festival de Música de Alsacia-Lorena, cuando la ciudad estaba aún bajo dominación alemana. Por aquél entonces, Mahler era director de la Ópera de Viena y Strauss había ya compuesto Salomé, salvo la “danza de los siete velos”, y buscaba un lugar donde estrenarla. En la tienda de música Wolf, en la rue de la Mésange, el austriaco quedó maravillado con la obra, que el alemán interpretó al piano, aunque finalmente no se estrenó en Viena sino en la Ópera Semper de Dresde, el 9 de diciembre del mismo año.

Ha pasado tiempo, como digo, pero la espera ha merecido la pena. La versión de Salomé que nos traen Py y Trinks consigue poner de relevancia no sólo el carácter rupturista y provocativo de la obra, sino también las profundas reflexiones que encierra sobre las pasiones humanas y la búsqueda de lo eterno. Muy atraído por la faceta espiritual de la obra, Olivier Py despliega un decorado preciosista y cambiante de forma muy original. Cuál no es la sorpresa del espectador cuando el fondo empieza a caer hacia el escenario lentamente hasta que con un estruendo cae sobre el piso, enviando un soplo de viento y haciendo volar hacia el público los billetes falsos que los figurantes han arrojado por la escena minutos antes. El muro sombrío del principio descubre una exuberante selva, llena de verdes, concebida como esos libros despeglabes para niños, aunque en esta ocasión del tamaño de todo un escenario de ópera. La selva también caerá, dando paso a una sucesión de decorados (una ciudad, unas cumbres nevadas, una iglesia, el infierno) no necesariamente ligados a la acción de la ópera, como una suerte de capriccios. Parece que la intención de Py es simplemente mostrar las posibilidades de las artes escénicas presentando un decorado con una mera función estética, si bien los colores predominantes en cada momento están a tono con el transcurso de la acción. Los decorados irán apilándose para al final formar una escalera que lleva a un fondo de estrellas, símbolo de lo desconocido y eterno que engulle a Salomé en su muerte y en el que puede leerse al final el célebre adagio nietzscheano “Gott Ist Tot”, o “Dios ha muerto”. Y es que Salomé elige dejar de lado a lo sagrado en su búsqueda de absoluto. La cabeza del Bautista se revela como un sustituto vacío del propósito de la adolescente. Si no se puede conseguir todo, nada vale, ni siquiera la propia vida. Es el mismo absurdo que representa el Calígula de Camus, que no puede obtener su ansiada luna, la cual también aparece como símbolo importante en esta ópera (“la luna tiene un aspecto muy extraño esta noche”, canta Herodes). Py suprime la bandeja y hace que la cabeza flote y se balancee sobre escena, inspirado por L’Apparition de Moreau.

Salomé en Estrasburgo. Foto: Klara Beck
Salomé en Estrasburgo. Foto: Klara Beck

Respecto al barbudo rojo del principio, descubrimos que es una especie de ángel de la fatalidad que aparecerá desnudo en escena en cuanto se aventuran indicios del trágico final, poniendo un acento en los presagios de los personajes. En cuanto al crucificado, bien anunciado por Jochanaan desde su cautiverio en el foso de la orquesta, éste será portado, arrastrado y hasta colgado boca abajo, algo que durante la representación a partir de la cual se escribe este artículo suscitó la furia de un espectador, que abandonó la sala gritando y dando un portazo. Si bien es sin duda un gesto sacrílego que puede ofender a los cristianos practicantes (aunque más adelante el Cristo sea enderezado y puesto en valor) la pertinencia de este elemento de la puesta en escena es clara, pues marca el despecho que siente Salomé y su nihilismo frente a la espiritualidad del profeta. Es el momento de ruptura que le llevará en su locura a pedir la cabeza del Bautista. Más adelante el Cristo es enderezado y puesto en valor, pues nada más lejos de las intenciones del director de escena que provocar un cisma entre la ópera y la Iglesia, habida cuenta de que la entrevista del libreto se la hace el dominico Rémy Valléjo. Lo que sí es excesivo y no se enmienda durante la obra es el baile que transcurre al fondo del escenario en la cuarta escena, durante el diálogo entre Herodes y Herodías. Los figurantes, chicos y chicas, se desnudan completamente y se restriegan de forma lúbrica, simulando el acto sexual mientras bailan. Desnudar a un grupo de bailarines bien parecidos en un momento en el que no hay demasiado rastro de sexo en el libreto suena a provocación barata. Los vestidos de las bailarinas ya eran lo bastante provocativos como para haber podido poner en escena una coreografía de tono erótico con más elegancia.

De entre los cantantes, la Salomé de esta representación, la soprano finlandesa Helena Juntunen, juega un gran papel. Tratándose de una obra tan difícil de interpretar y en la que la protagonista se encuentra en escena casi todo el tiempo, Juntunen se desenvuelve maravillosamente bien. Demuestra una extensión vocal muy amplia, algo imprescindible para interpretar a Salomé en sus momentos de locura, aunque en ocasiones no alcanzaba a dejarse oír sobre la música en las partes más intensas. Era también el problema de otras voces, especialmente la de Jochanaan, interpretado por el barítono Robert Bork, que canta gran parte desde su confinamiento en el foso de la orquesta. Sin embargo, el tenor Wolfgang Ablinger-Sperrhacke, Herodes en escena, no tuvo ninguna dificultad en ello, dejando buena constancia de su presencia y adaptándose magníficamente a la piel del personaje, hecho que se ponía de relevancia en los momentos más desgarradores de la obra.

Al margen de la voz, es impresionante cómo se desenvuelve Juntunen durante la “danza de los siete velos”, el fragmento más popular de esta ópera, la pieza instrumental que acompaña el baile de Salomé y para la que en numerosas ocasiones se ha contado con figurantes dobles por la incapacidad para la danza de las soprano. Si bien la coreografía comienza de forma tímida, en seguida cobra vivacidad y Juntunen se tira al suelo, juega con sus piernas y seduce al espectador de una forma más propia de una bailarina que de una cantante de ópera. Es asombroso cómo se introduce en la piel de Salomé, dejando ver todo lo que esconde el personaje tras esa capa de falsa lascivia.

Dejando espacio a las voces, aunque haga más difícil su trabajo por la potencia de la interpretación, Constantin Trinks dirige a la Orquesta Filarmónica de Estrasburgo con pulso firme y poniendo de relevancia toda la fuerza orquestral concebida por Strauss. Es capaz de llevar esto a cabo pese a contar con sólo setenta músicos frente a los más de cien de la partitura original. Si bien está profusamente anotada por el compositor, Salomé es una ópera difícil de interpretar dados sus grandes constrastes, lo que acrecenta el mérito de la equilibrada dirección de Trinks.

En definitiva, una estupenda adaptación de una de las óperas más célebres del siglo XX, de preciosos decorados y una fantástica Salomé.

Julio Navarro