Los cuentos de Mortier en Madrid

Anne Sofie von Otter y Measha Brueggergosman - Foto Javier del Real

Anne Sofie von Otter y Measha Brueggergosman – Foto Javier del Real

Mas que puesta en escena, una instalación como las que hoy pululan en museos, galerías y ferias de arte podría ser la descripción mas aproximada a Los Cuentos de Hoffmann, homenaje póstumo del Teatro Real madrileño a su recientemente fallecido director general Gerard Mortier.

Y entonces ésta ópera problemática y difícil en todo renglón, gestada por un Offenbach que la dejó inconclusa y que cuenta con varias ediciones era un inevitable bocado de cardenal para las fauces radicales favorecidas por el belga. Al igual que su compositor, Mortier tampoco llegó a ver sus Cuentos pero fiel a su postulado inclaudicable de enfant-terrible, dejó todo listo para no despedirse sin crear controversias.

Musicalmente alineada con la versión de Fritz Oeser, restaura el orden original de los tres cuentos de E.T.A. Hoffmann con libreto de Jules Barbier otorgando al prólogo una extensión inusitada y por ende mayor protagonismo a la Musa. La escena se traslada al siglo XX al Cïrculo de Bellas Artes de Madrid donde su taller, salón, café y mesas de billar reemplazan a la taberna y el resto, Venecia incluída. Como no podía ser de otro modo, el director de escena Christoph Marthaler y la escenógrafa Anna Viebrock usan la música para contar otros cuentos, es el punto de partida para reflejar al artista en crisis, su entorno, expectativas y circunstancias. En esa amada o aborrecida tendencia independiente a lo que realmente sucede en el título elegido, el trabajo de Marthaler deja al desnudo las dudas e inconsistencias del mismo Offenbach. Esa duda presente en el compositor se encarna en el protagonista, lo paraliza como artista y pasa a ser otro alienado hombre común de nuestro tiempo.

Ese vacío inconmensurable interno y externo impregna la puesta para irritar, provocar, ironizar, deleitar e incluso aburrir en su moderna parquedad. Ni el amor ni el arte estan primero, se le anteponen la angustia y la duda, absolutos protagonistas en este collage mas cotidiano que imaginativo, alejado del romanticismo y de todo elemento fantástico. Es un Hoffmann sin Hoffmann, sino con nosotros y nuestros vacíos. Es un ejercicio laberíntico e indescifrable que homenajea a Mortier, sus colaboradores, sus afectos y credo corporizado en ese Ultimatum de Fernando Pessoa que recita Stella – la coreógrafa y actriz costarricense Altea Garrido – como remate de la representación. Ultimatum pero también páramo que se insinúa en algunos tramos sugiriendo que entre teoría y ejecución hubo muchas manos en un mismo plato.

Es esa planta única, inmensa y exacta reproducción del hermoso Círculo madrileño querido y frecuentado por Mortier, la instalación habitada por cantantes y coro que mostraron el resultado de un arduo y minucioso trabajo de equipo obediente y consubstanciado en miles de crípticos detalles y actitudes de cada personaje. Eric Cutler supo ser y cantar ese Hoffmann conflictuado y Nicklausse-la Musa, condenada acompañante incondicional interpretada por una multifacética Anne Sofie von Otter, delirante vagabunda, maternal, borracha trasnochada, enamorada eterna y amiga que aporta el único toque humano, de ternura en su abrazo final capaz de alejarlo para siempre de los villanos bien servidos por Vito Priante. Un pequeño lujo el veterano Jean-Philippe Lafont como Luther y Crespel así como la vocalmente suntuosa madre de Lani Poulson y poco feliz el Spalanzani de Graham Valentine.

La precisa Olympia de Ana Durlovski señaló el punto alto (valga la obviedad) en lo vocal gracias a una coloratura perfecta, tan automática como el personaje, por su parte Measha Brueggergosman abordó Antonia y Giulietta con emisión heterodoxa, voz caudalosa, atípica, con opulencia de mezzo que recuerda a Grace Bumbry y agudos estridentes redondeó un desempeño desigual aunque convincente.

Admirable la orquesta bajo Till Drömann, si al director le faltó el vuelo poético y el fuego para compensar el distanciamiento que campeó en escena, esa distancia contribuyó a la polarización al despojársela de todo elemento romántico.

No puede negarse que amén de pataletas de público y críticos, el señor Mortier puso al Real en el mapa internacional y que su gestión le permitió a Madrid una arena experimental hasta entonces desconocida y tan única como privilegiada. Si los resultados en escena han sido a veces menos alentadores que lo prometido en papel; el tiempo sabrá decantar, minimizar o agigantar las propuestas y vigencia del director y su concienzudo equipo. Lo cierto es que estos Cuentos de Mortier generan preguntas que permanecen días después de haberlo visto aunque en el momento se hayan permitido coquetear incluso con el tedio, y eso es un pecado mortal, al menos lo sería para Offenbach. No lo es para el incorregible Mortier que mientras se apaga la luz de escena parecería sonreir con su última osadía. Cumplida está su voluntad.

Foto Javier del Real

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Foto Javier del Real

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